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Los de 'la Trece'

Me hubiera gustado estar el sábado en Linares para echar un rato con los policías de la Décimo Tercera Compañía de Reserva General de la Enira. Los de ‘la Trece’, para los amigos y para muchos que no lo fueron tanto. Me hubiera gustado escuchar sus historias de viejos antidisturbios de la transición (la compañía funcionó entre 1974 y 1992), curtidos en mil batallas, en mil tornillazos disparados con tirachinas a diez metros, en ese zumbido -esa vibración en el aire- que sólo tiene la pedrada que va directa a tu cabeza, en el olor de la ropa y la carne quemada por cohetes y artilugios caseros que tenían a bien dedicarles progres de los sententa por las calles de Madrid, los batasunos de los ochenta en las batalla campales en el Puente de Deusto o frente a la central de Lemóniz, los desesperados trabajadores de los astilleros de Vigo o los santaneros a los que ponía en la puta calle el demonio amarillo aquel de ‘Saito’. Difícil papel el de aquellos policías, visto con treinta años de perspectiva. Habrá quien diga que fueron el brazo armado del régimen. Lo cierto es que cumplieron igual a las órdenes de gobiernos democráticos. Algunos de los que se hartaron de correr delante de ellos en los setenta, con las costillas bien medidas de un gomazo, les ordenaban en los ochenta que cargasen y saliese el sol por Antequera. Y los de ‘la Trece’ a lo suyo. A ganarse el pan. A repartir. Y a taparse, que nunca se sabe. En casi veinte años, pocos fregados hubo en España que mereciesen tal nombre en los que no estuviesen ellos, dando o recibiendo. Que de todo hubo.

“Eran otros tiempos. Tiempos difíciles”, me cuenta uno de esos funcionarios, ya jubilado. Ahora lleva una cobranza de asuntos funerarios, y se me antoja tan apacible y campechano que no se me hace verlo hace treinta años, con el uniforme gris o beige de otros tiempos, dando estopa. Tiempos en los que la orden del inmediato superior resultaba ser muy frecuentemente la de leña al mono, y se ejecutaba sin concesiones a la galería. Con profesionalidad. Abajo la visera del casco, bien embrazado el escudo, listos los botes de humo y las pelotas de goma. Y la porra en alto y buscado un costillar que acariciar. “No es algo que se cuente con alegría, eran otros tiempos”, me insiste el policía.

Esos policías saben bien que la debilidad se paga cara. En carne propia o en la de un compañero, que duele casi más. Así que, una vez dada la orden de cargar, el que se dejase a sus espaldas cualquier persona, animal o cosa que fuera capaz de andar, de lanzar una pedrada o empuñar una barra de hierro ponía en peligro a toda la compañía. Lógicamente, no daban lugar. Fuesen progres, batasunos o santaneros. Los de ‘la Trece’ nunca se metieron en quién daba las órdenes o por qué. Aquello no era asunto suyo. Hicieron su trabajo y punto.

Curiosamente, la base de ‘la Trece’, el poblado de la Enira en la Estación de Linares-Baeza, tiene ya luz verde del Gobierno para convertirse en lugar de entrenamiento para antidisturbios de toda España y campo de prácticas y maniobras conjuntas para policías extranjeras. De hecho, ya lleva años cumpliendo esa función. Yo mismo estuve allí hará más de un lustro, cuando la Policía se preparaba para tundir a palos a los antiglobalización en una cumbre internacional en Barcelona. Hasta nos dejaron a los chicos de la prensa tirar pelotazos de goma. Son otros tiempos. Ya no se habla de leña al mono sino de maniobras disuasorias, avance preventivo y otros eufemismos, que parece que vayan a repartir besos en la boca a la concurrencia y a darle pecho a los niños. Pero no creo que haya mucha diferencia cuando un antidisturbios de hoy se cala la visera del casco, embraza bien el escudo, levanta la porra y echa a correr en línea con sus compañeros respecto al trabajo que hacían aquellos tipos de ‘la Trece’. Aunque son otros tiempos.

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A bocajarro. A la distancia justa donde salpican las tripas de la noticia cuando estalla.

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