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Mártires en el desierto

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“Muchos de mis hermanos son ya mártires, y yo estoy dispuesto”, relataba Hussain mientras sorbía un poco del te ardiente que su esposa acababa de servir. La primera taza amarga como la vida. La segunda, suave como la muerte. La tercera, dulce como el amor. Y contaba una vida en campamentos entre las dunas, rodeado de campos minados cerca del muro levantado por Marruecos para arrinconarlos en lo más agreste del desierto. Una vida de disparos, de emboscadas, de conflicto unas veces abierto y otras más sibilino. De una guerra que no cesa. Corría el año 2001 y los saharauis acababan de conmemorar el 25 aniversario del Frente Polisario. La pólvora de las celebraciones había caldeado un poco el ambiente, gélido de olvido internacional y desamparo desde hacía años. Hasta el ministro de Sanidad del Polisario, en una entrevista que le hicimos Manolo Muñoz Rojo, de la Ser, y yo, confirmó que estaban preparados para la guerra abierta.

“Peor ya no podemos estar”, me confirmaba Hussain al calor del te esa noche. En los campos de refigiados del desierto argelino vive un cuarto de millón de prisioneros: de Marruecos, de su propio Gobierno que los mantiene allí ya sin esperanzas, del abandono de España y del mundo, de un referendum de autodeterminación que nunca se va a celebrar.

Nueve años han tardado en explotar desde la noche en la Hussain me dijo que estaba dispuesto a ser martir. No sé si él está estos días en El Aiun o si ya es demasiado mayor para el combate. Nueve años más viviendo de las migajas de la ayuda internacional, de lo que recogen para ellos las asociaciones saharauis en Europa, del dinero que los ‘padres’ de verano de sus niños les llevan en sus viajes, cargando baterías con placas solares donadas por familias españolas, remendando viejos Land Rover españoles con matrículas sin letra, acudiendo cada dos o tres días a por agua al camión cisterna, espantando las moscas que se comen a sus hijos en los hospitales, vigilando mientras unos cuantos prisioneros de guerra cavan en los exiguos huertos. Cada patera que Marruecos no lanza hacia Tarifa, cada célula islamista que se aborta en el Magreb, cada cargamento de hachís que no se deja partir hacia Europa vale para el mundo más que todos los saharauis juntos.

Hasta que ahora han movido ficha. Disturbios y unos cuantos mártires más para recordar que siguen ahí. Y para comprobar que ningún país está dipuesto a mover un dedo por ellos. Que su destino es ser prisioneros. O mártires.

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A bocajarro. A la distancia justa donde salpican las tripas de la noticia cuando estalla.

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