Conocí a Maximiliano y a Isabel una mañana de sol. Nos habíamos citado en la gasolinera de La Salobreja. Ellos ya esperaban. Los reconocí al instante. La tristeza en la mirada, los gestos nerviosos de quien se va a desnudar por primera vez delante de un periodista, de quien se juega sus esperanzas a una carta y con un desconocido. Fuimos a su casa. “Nos vinimos aquí porque Javier quería vivir en una casa”, me dijeron. Javier. Siempre Javier.
Charlamos durante tres o cuatro horas. Ahora pienso que no fue hasta que salí de su casa y asimilé todo lo que había escuchado cuando fui consciente de que ahí había una buena historia que contar. Que no era una paraoia de unos padres desesperados.
He escrito cuatro o cinco artículos sobre el caso, y conozco los detalles jurídicos del tema. Pero lo que no se me va la cabeza es la habitación de Javier. La ropa con la que salió de su casa por última vez, perfectamente doblada junto a la bolsa en la que se la entregaron a los padres. Su beca de la Universidad. Su bufanda del Real Madrid. En la mesita de noche, ‘La sombra del viento’ con el marcador en la última página que leyó. Aún está allí. Sus padres lo mantienen vivo. A los dos días volvía a esa habitación con la fotógrafa Celia Mondéjar. El primer día a mi se me escaparon las lágrimas. Con Celia, los dos salimos con un nudo en la garganta.
El primer día grabé unas imágenes. Viendo que en menos de una semana el grupo de amigos de Javier y de sus padres tiene ya dos mil amigos en Facebook, no me resisto a compartirlas. Un pequeño homenaje a un chaval al que no conocí en vida, pero del me hablan maravillas. Y a unos padres que deben saber que no están solos en su lucha.