Era día de pleno en el juzgado. Habían acudido hasta las teles, que habitualmente sólo pisan un juzgado si van a tiro hecho. La ley de la audiencia (no la de la Audiencia Provincial, sino la de los tíos que están en su casa dormitando con la tele puesta, la ley de de las familias que comen frente al televisor), más dura aún que el Código Penal. No era para menos: un viejo británico afincado en Cazorla, que completaba su pensión dando clases de inglés, estaba acusado de abusos sexuales contra varios de sus alumnos, a los que sometía a tocamientos. Como había muchos chicos implicados, a aquel hijo de la Gran Bretaña le pedían un carretón de años de cárcel. Llevaba yo cuatro días como cronista de tribunales y recuerdo bien aquel caso. Los recuerdos se imprimen mejor en las almas cándidas que en los pellejos ya bien curtidos. Ese día aprendí que las ideas que tenía preconcebidas sobre la Justicia y la pura realidad estaban a un buen trecho. Y que en las lindes de la ley, son el sentido común y un buen abogado los que le pueden salvar a uno el chaleco cuando hasta las ratas han abandonado el barco y el enterrador ya ha tomado, a ojo, las medidas para el ataúd que hará tras la balacera.
Ahí estaba yo con mi libretilla, en un rincón frente a la puerta de la sala de vistas de los penales. La de abajo. En un palmo de terreno estaban el acusado, los niños, los padres, uno de Fuerte del Rey que buscaba el registro civil, dos pikikis que iban de testigos a otro juicio, y ciento y uno más, todos mezclados y sin que nadie se tomara la molestia de separar a acusadores y acusados, pero sin que a todo esto se escapasen mamporros o insultos, lo que no dejaba de ser milagroso. No hay administración menos considerada con el contribuyente que la de Justicia. Aún no he visto a nadie pedir disculpas por un juicio que se retrasa hora y media sobre la hora señalada, o que se suspende por no haber citado bien a los testigos. A veces me pregunto si un juzgado tiene libro de reclamaciones y si alguien lo ha usado alguna vez. Ya veo los titulares. Pero la desconsideración con la que se trata a los ciudadanos que se prestan a colaborar con la Justicia, con los profesionales que intervienen en un proceso y con cualquier ciudadano que quiera ejercer su derecho de asistir a una vista pública es increíble. Todos los días. El decano Carazo amagó hará ya cuatro o cinco años con una escandalera, pero se quedó en agua de borrajas. Y ya casi nadie protesta. Se acepta y punto.
Pero aquel día del viejo inglés tocaba mirar, oír y callar. Había mucho trajín de abogados, muy solemnes todos con sus togas, entrando y saliendo, charloteando, hablándose a la oreja, poniendo cara de póker, haciendo mueca como de mucho esfuerzo, tocándose la frente, meditabundos y febriles, estrechándose las manos. Los clientes formaban corro en torno a ellos, que gesticulaban y se atusaban los bordados del puño de la toga. Los periodistas intentábamos meter la oreja. Al rato comenzó a escucharse un run-run: acuerdo. Acuerdo. Todo el mundo decía esa palabra: acuerdo. Y todos se miraban satisfechos. Salvo algunos padres que bajaban la cabeza y escondían la mirada.
El viejo inglés admitió que le metía mano a los niños. Se declaró culpable. Las familias de los niños renunciaban a pedir que fuera a la cárcel. A cambio, recibirían un sustancioso cheque del abuelo. El fiscal se encogió de hombros y aplicó la vieja máxima de que nadie defiende mejor sus intereses que uno mismo, y que si las familias se retiraban él no iba a partirse la cara por nadie. La verdad es que yo no acababa de entender a aquellos padres que aceptaban dinero a cambio de que el hombre que abusó de sus hijos no fuera a la cárcel. Después he visto conformidades aún más inverosímiles.
Muchas veces he dicho que la Justicia tiene razones que la razón no entiende. Ahí está el problema. Que no se entienda. En que de puertas para fuera, para el común de los mortales, hay muchas cosas que se cuecen en un tribunal de Justicia que no tienen explicación. Que cuesta entender. Que se prestan a la demagogia. A que se opine de ellas no desde la razón, sino desde las tripas: el atracador que queda en libertad tras su tercera detención en pocos días, la madre que es condenada por regañar a su hijo y darle un pescozón, el que le tirén a uno el chalé y al vecino de al lado no, que le pegue uno a su mujer trece hachazos y no le agraven la condena por ensañamiento, que un tío se pase cuatro días en la cárcel por una denuncia falsa de malos tratos y el Fiscal no la emplume a ella por falso testimonio…Es peligroso. Si se habla de Justicia, que no se entienda es peligroso. Porque deja de percibirse como Justicia. De la Justicia puede decirse lo mismo que de la mujer del César, que no sólo tiene que ser virtuosa sino además parecerlo. Y hay veces en que la Justicia parece un zorrón.
El abogado tiene ahí un papel importante que jugar en defensa de los intereses de su cliente. No sólo puede conseguir para él la mejor solución jurídica, el trato más favorable para su posición ante el tribunal, el acuerdo más ventajoso. Puede, además, explicarlo. Dar los motivos jurídicos y humanos por los que se ha llegado a ese final, por los que se ha tomado esa decisión.
Aún son muchos los abogados que dicen, por norma, que no hablan con la prensa. Hay también jueces que prefieren vivir en su burbuja de autos, togas, su señoría por aquí y con la venia por allá. Ilusos. Aún no han entendido que si el caso que se traen entre manos es realmente interesante lo más fácil es que acabe siendo publicado en un medio. A lo que están renunciando es a ofrecer su versión de los hechos. A dar sus razones. A que su cliente explique por qué lo acusan, o por qué acusa. Otros lo harán por ellos. Luego querrán rectificaciones, sus clientes les llamarán furiosos y tendrán que reaccionar a posteriori. Cuando podrían haber obtenido una posición estratégica mucho más favorable no ya para ellos, sino para quienes representan, de haber gestionado mejor la información. “Debe usted disculparme, pero yo por norma nunca hablo con los medios de comunicación”, suelen decir. Es una respuesta que aún me encuentro de forma recurrente.
Por el contrario, cada vez más letrados entienden las normas del juego. No los considero abogados mediáticos. Creo que son eficaces en la defensa de los intereses de su cliente. Les guste o no les guste, la prensa va a informar. Renunciar a jugar esa partida para limitarse a la toga es dejar coja la defensa de su cliente, que vaya o no a la cárcel, salga absuelto o condenado, va a volver a pasearse por su pueblo y a saludar a sus vecinos. Y sus vecinos no leen las sentencias. Pero sí los periódicos.
Otros agentes del mundo judicial en Jaén también operan ya de acuerdo a criterios de más transparencia. La Fiscalía está siendo, sin duda, la abanderada. El día en que la Audiencia aumentó la pena de prisión a la madre de Pozo Alcón que le dio un bofetón a su hijo, quien se puso delante de las cámaras a explicar el fallo de la Justicia (un plato que no era precisamente de gusto, porque era difícilmente explicable) no fue ningún magistrado, sino el fiscal jefe José María Casado. En el día a día, la transparencia informativa de la Fiscalía ha supuesto un soplo de aire fresco para el mundo de la Justicia en la provincia.
Muchos magistrados también lo entienden ya así. Hay quien incluso ante una decisión técnicamente difícil de entender no duda en ponerse en medio de un corro de periodistas y explicar quién ha hecho qué y por qué. Otros (y algún secretario) aún echan a los periodistas de su juzgado (del edificio si hace falta, a la calle) si están tomando declaración a algún detenido y ven a los redactores por allí. Directamente no hablan con un periodista que les pregunta sobre algún asunto, aunque no haya secreto de sumario alguno. No digo ya que eviten entrar en profundidades. Es que lo único que no niegan son los buenos días. Aparte de eso, ni agua.
A veces me pregunto qué haría hoy si me viese otra vez con mi libretilla en la puerta de los penales, en un juicio a un viejo hijo de la Gran Bretaña por meterle mano a unos niños. Y si las partes llegaran a un acuerdo económico para zanjar el caso. Creo que llegaría a entender al acusado, que salva el pellejo gracias a un buen abogado y a un fajo de billetes. Pero me gustaría entender también a la víctima, casi siempre la gran olvidada de un proceso penal. En el tribunal y en la prensa.
(Artículo publicado en la revista Bajo Estrados, del Colegio Oficial de Abogados de Jaén)