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La jueza Alaya, en la distancia corta

     Transcribo íntegramente el relato que me hacen de una sesión de trabajo en el despacho de la juez Alaya, la de los ERE. Una jueza muy minuciosa en lo profesional y, por lo que cuentan, también  en lo que se refiere al cuidado de su imagen (arriba, tres looks distintos de la magistrada)

Desde el despacho de Alaya

El pasado 15 hubo declaraciones en el Juzgado de Alaya. Una juez muy profesional, trabajadora, inteligente, exhaustiva y perfeccionista, a veces demasiado.

 Empezamos a las 10.45, casi sin retraso, y el comienzo fue relativamente sosegado, educado, al menos hasta el primer “no me acuerdo” de Carmen Fontela, la supuesta intrusa de ‘Río Grande’. Frunce de cejas por parte de la magistrada y repetición de la pregunta. Otra vez la misma respuesta: “Es que no me acuerdo, eso pasó en el año 2005…”, repitió. A la tercera, Alaya se crispó, pero Fontela no podía o no quería acordarse de más. Eso sí, refirió varias veces que el comercial de Vitalia Francisco González, su vecino, la engañó cuando la convenció para abrirse una cuenta a nombre de Fontela para cobrar un dinero que supuestamente se le debía a él, consiguiendo además una tarjeta con la que extraía el dinero de la cuenta y se lo apropiaba. Ante ella –dijo– reconoció su mal proceder prometiéndole que en su momento “cargaría con toda la culpa”. Ya veremos, porque de este sujeto que engañó a la vecina que le crió como su propia madre, puede esperarse cualquier cosa. En los pasillos se supo que los hijos de Fontela se la tienen jurada…

 Al término de su declaración (20 páginas) Alaya ordenó a la funcionaria que sacara un borrador por la impresora; cogió un bolígrafo Bic de color rojo y empezó a revisarla. Repasó cada acento omitido, cada frase mal redactada, folio a folio (los 20), con toda la parsimonia del mundo. Y mientras tanto, todos mirando. En ese periodo de tiempo, la concurrencia echó mano de lo que se tenía para pasar el rato: smartphones, ipads y demás artilugios; al interés había dado paso el tedio. Luego, corregida la declaración, extrajo la copia definitiva para firmarla y que fuese leída por la letrada de Carmen Fontela, que también se tomó su tiempo.

 Descanso a las 13.45, pero no para comer; sólo 5 minutos que se convirtieron en 15. A las 14.00, segunda declaración: Carmen García Sánchez, propietaria del restaurante “Río Grande”. Misma forma de tomar declaración. García Sánchez aclara que tomó conocimiento de la tramitación de EREs por sí misma, yendo a preguntar a la autoridad laboral (no especificó si Delegación de Trabajo o Dirección General, ni tampoco nadie le preguntó) y a través de sus asesores laborales (un despacho sevillano). Al primer “no me acuerdo”, mala cara de Alaya; al segundo, apercibimiento. Su abogado interviene y se gana un rapapolvo. También los hechos ocurrieron hacia el 2005, y el hilo conductor se pierde entre palabras como cálculos actuariales, primas y coeficientes. Así no es raro no acordarse. Pero cita también a Francisco González, el vecino de Fontela y comercial de Vitalia, como la persona clave en conseguirle la firma en las copias de la póliza de Río Grande, con quien todas las reuniones preparatorias del ERE. Queda claro que el papel de este hombre se había minusvalorado. Veremos. Hace calor en el despacho… Alaya coge el mando a distancia del aparato de aire acondicionado y el ambiente mejora.

 Acabada su declaración, mismo sistema: se extrae una copia para repasarla (31 folios nada menos), bolígrafo rojo en mano como si fuera una maestra, y va devolviendo los folios corregidos uno por uno a la funcionaria para introducir las modificaciones ordenadas. Eran ya las 16.45. Luego pasa a ser leída por su abogado, el penalista Ignacio Peláez, también con calma… El letrado de la Junta repasa la prensa en su smartphone, otros ya lo habían hecho por la mañana; se oye una conversación de letradas sobre trapos; salidas al baño: “¿Quién tiene la llave?”. Un abogado defensor, con sorna, dice: “Pues ahora nos deberíamos ir todos a comer a ‘Río Grande’” que ha de ser de lo poco que esté abierto ahora”. El Letrado de Manos Limpias asiente e ilustra a la concurrencia: “Allí ponen la mejor ensaladilla rusa de Sevilla”. Había hambre…

 Poco antes de terminar, Alaya se levanta. Estilosa, con un vestido corto de verano, se acerca a su bolso. Parecía que iba a sacar un paquete de pañuelos de papel o su móvil; pero no, extrajo de él un bote de colonia con aplicador tipo spray. De repente, hace un movimiento de cabeza para apartar su melena y se aplica perfume en el cuello. Primero en el lado izquierdo, luego repite el movimiento y se pone en el derecho. Finalmente en las muñecas. Casi tuve que pellizcarme, porque en esos momentos había en el despacho unos 12 abogados, casi todos ellos hombres, que vieron –como yo- lo ocurrido. Ella, ensimismada, a lo suyo, como si allí no hubiera nadie. Devuelve el bote de colonia al bolso y extrae de él un botecito de color rosa, de esos de esmalte para las uñas. “No será capaz de ponerse ahora, aquí, delante de todo el mundo, a pintarse las uñas ¿o sí?”, pensé… Pues ignorando a todos y todo, abrió el pequeño bote y se vio un pincel rosa cuya punta se llevó al labio inferior (era un gloss), aplicándose un poco. Luego, hizo ese gesto típico con los labios para repartirse el carmín de manera uniforme…

 

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A bocajarro. A la distancia justa donde salpican las tripas de la noticia cuando estalla.

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