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Gambia

El chaval abría los ojos, entre la sorpresa y el rencor que se guarda al que te despierta en lo más interesante de un sueño. No le entraba en la cabeza que en España no le esperásemos con los brazos abiertos, con un buen trabajo, con una buena casa. Que le esperase un viaje al infierno, las mafias, la explotación y la Policía. Una vida de perros. Pero el chaval se preparaba ya para el viaje. Como todos. Su sueño. El sueño de miles de jóvenes en África. Ahorraba el dinero que se ganaba de camarero en el Hotel Kairaba y paseando turistas. Como aquella mañana. Una brisa fresca del mar llegaba con las olas a Paradaise Beach: una inmensa franja de varios kilómetros de arena blanca batida por un mar suave y cálido, y en todo el terreno que abarca la vista un chiringuito y cuatro turistas. Dos británicas treintañeras que retozan con dos musculosos gambianos y una pareja de jóvenes españoles a la que el chaval sirve de guía. En 2006 Gambia despegaba como destino turístico. Una alternativa al cultivo del cacauete y a la pesca, motores econónicos del país junto a las divisas que aportan miles de emigrantes. “Los jóvenes africanos se ven liados en una trampa de ilusiones”, ha resumido esta semana en Jaén el gambiano Kalilu Jammeh, según una información de Irene Bueno en diario Jaén. El paso por Jaén de Kalilu me ha hecho desempolvar viejos cuadernos de viaje.

El pulso a Gambia se le coge al atardecer en la playa de Tanjí. Cuando vuelven los pescadores. Cayucos pintados de vivos colores atiborrados de hombres y peces (los mismos cayucos que dos años después arribaban a las playas de Canarias), mujeres que regatean el precio del pescado con el agua por el pecho, la descarga, el bullicio de la playa, la reventa en la orilla. El espectáculo es impresionante.

En agosto de 2006 Gambia jugaba sus modestos naipes en la política internacional. Una delegación iraní se reúne con representantes de países africanos en el Kairaba. Hay revuelo de diplomáticos en el hotel, que pasa por ser el mejor del país. También hay varios anglosajones, rubios y blanquitos. “Empresarios”, asegura el personal del hotel. El tufillo a juegos de espías es evidente. Por la noche, fiestas con pases de modelos, bellísimas jóvenes que reciben a los asistentes con amables sonrisas. Se apuntan los turistas y los diplomáticos. De los severos iraníes, ni rastro.

El presidente Yahya Jammeh gobierna uno de los pocos países africanos que nunca han tenido una guerra civil, aunque sí varios golpes militares. Como el que coronó al propio Jammeh. Pese a que no es un fanático de la libertad de prensa, en lugares turísticos se pueden encontrar ediciones africanas de revistas americanas que lo ponen a escurrir. Al régimen no parece importarle que los extranjeros conozcan sus zonas más sombrías (la desaparición o muerte en extrañas circunstancias de periodistas y opositores entre otras) siempre que queden lejos de la población nativa, que siente por el presidente temor reverencial.

“Es brujo. Es capaz de atravesar paredes, de entrar en habitaciones cerradas a cal y canto, de leer los pensamientos de los otros”, asegura James, uno de los guías de la zona turística de Kololi, a pocos kilómetros de la capital Banjul. Yahya Jammeh tuvo una aparición estelar en los medios occidentales en mayo de 2008, cuando anunció su intención de expulsar a todos los homosexuales del país. Un año antes anunció al mundo que había inventado un remedio casero contra el sida.

En un país musulmán y animista, sólo en Kololi se hace la vista gorda con el turismo sexual. Prostitutas de Sierra Leona, Congo y otras zonas africanas en conflicto, pero sobre todo muchos jóvenes que se dejan querer por mujeres blancas maduras de los Países Bajos y Gran Bretaña que buscan en Gambia carne fresca. Pero el tema homosexual no se consiente. En junio de 2008 dos españoles fueron arrestados porque un taxista los denunció tras haber recibido lo que él interpretó como una proposición sexual. James, el guía de Kololi, repite la cantinela ‘Zapatero es cojonudo’ aprendida para los turistas españoles. Cuando consigue entender que España acaba de aprobar la ley del matrimonio de homosexuales sencillamente no lo cree. Cuesta convencerlo. Promete no decir nunca más que Zapatero es cojonudo. Su fe en Yahya Jammeh se acrecienta. Por si la fe de su pueblo le falla, el presidente acuertala a su guardia pretoriana en modernos bloques de apartamentos construidos en una emorne finca donde guardan leones, cocodrilos y otros animales traídos de distintos puntos de África.

La fuerza mágica del presidente y de la parte animinista del pueblo gambiano surge de lugares como el bosque de Makasutu. El bosque mágico. Un paseo por sus senderos permite descubrir la profunda relación de los gambianos con la naturaleza. Con la selva. Con sus plantas. Con los espíritus que dan vida a los árboles, a los ríos, a los animales. Una farmacia, una despensa y una reserva espiritual. Hay un brujo en Makasuto al que acuden los lugareños para pedirle su magia. Si hay turistas, también hacen cola ante su choza. Él les lee la mano. Se aceptan donativos. Incluso en divisas.

La magia de Gambia, lo que se lleva el viajero, está en la sonrisa de su gente. Es incluso el slogan turístico del país. La sonrisa de África. Igual en las zonas costeras, donde el 2006 intentaban aún aprender cómo sacarle el dinero al turista y que las divisas no fuesen todas a parar a los inversores libaneses propietarios de los hoteles, que en el interior, donde hay aldeas con niños que no han visto nunca cara a cara a un hombre blanco y huyen como del mismo demonio de los que se atreven a parar.

En Gambia reciben al forastero con una sonrisa. Ni en el mercado de Banjul, ni en el de Serrakunda, la mayor ciudad del país, ni en las remotas aldeas del interior se aprecia la angustia de un país que pasa hambre. Comer se come. Una dieta de arroz y cous-cous, y poco más. Pero se come. Sólo que no queda para nada más. Los jóvenes se asfixian por la falta de perspectivas.

Las familias se esfuerzan por llevar a sus hijos al colegio. Tienen que aportar ellos la mesa y la silla. Los que no pueden conseguirlas se sientan en el suelo, al final del aula. “Necesitamos dinero, la fosa séptica de las letrinas está ya llena, y si no conseguimos que venga un camión a limpiarla no podrán venir los niños al colegio”, dice el director de un centro que acepta visitas de turistas occidentales como forma de captar fondos. Cuando entra el hombre blanco, los niños se ponen en pie y cantan en inglés. A la mayoría de los turistas se les saltan las lágrimas. Los donativos son generosos.

Así que la salida para miles de gambianos es la emigración. Según la editorial que ha publicado la historia de Kalilu Janneh, el joven que ha pasado por Jaén, en su viaje hacia Europa, fue testigo de numerosas muertes y conoció los niños huérfanos hambrientos de la calle en Burkina Faso. Por ello decidió, no sólo escribir el libro para alertar a los jóvenes africanos de lo peligroso del camino, sino que fundó una asociación para ayudar a los huérfanos de su país y para colaborar en el desarrollo de la agricultura, evitando la salida masiva de los jóvenes hacia Europa.
La asociación es hoy en día una realidad: Kalilu es presidente-fundador de la Asociación Save the Gambian Orphans, que proporciona profesores para 200 niños y comida a 26 huérfanos desde 2006.

Si marcharse tiene sus riesgos, quedarse también. Hay un lugar en Gambia que simboliza la situación sin salida de miles de jóvenes: la isla de James. Miles de africanos fueron embarcados desde allí en barcos negreros con destino a América. Esclavos. La isla, en la desembocadura del río Gambia en el Atlántico, tenía un sistema antifugas infalible: tiburones por la parte del agua salada y cocodrilos por la de agua dulce.

A bocajarro. A la distancia justa donde salpican las tripas de la noticia cuando estalla.

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marzo 2010
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