Ayer fue un día de mierda. Una de las primeras lecciones que se aprenden en las facultades de periodismo es la necesidad de distanciarse de los acontecimientos para no perder la perspectiva, pero muchas veces resulta complicado abstraerse completamente de una realidad que nos empequeñece y que siega de raíz nuestra capacidad de acción. No es mi intención soltarles un rollo existencialista. De hecho no lo voy a hacer, pero soy de los que pienso que negar la evidencia es lo mismo que negarse a uno mismo.
El discurso sobre las causas de la crisis está agotado. Todo el mundo sabe perfectamente por qué hemos llegado a esta situación. Ahora queda hablar de las consecuencias, y ahí es donde vienen los dramas. Este miércoles jamás será olvidado por los vecinos de Torredonjimeno. Desayunaron con la pésima noticia de que alguien, a muchos kilómetros de distancia, había dictado sentencia de muerte para su fábrica de cementos. La razón, que la cuenta de resultados no cuadra y que es imprescindible ajustar costes. En definitiva, que ya no ganan el pastizal de antaño y que toca echar el cerrojazo. Así que 120 tíos a la calle. Punto pelota. Ahora toca negociar si habrá prejubilaciones, bajas incentivadas o recolocaciones, pero la cuestión es que esta noche ha habido 120 familias que no han podido conciliar el sueño por el miedo a un futuro más que incierto.
Esto es lo que les decía al principio, que ya estamos poniendo cara a esta puta pesadilla que parece no tener fin. A estas alturas de la película, con tantísima gente haciendo cola delante de las oficinas del Inem, las historias personales cobran una fuerza desgarradora que anulan el interés de estadísticas y otras variables económicas. Éste es el reto del informador, calibrar el grado de implicación para valorar e interpretar los hechos desde la pretendida objetividad. Lo intento en mi trabajo diario y me desahogo en este blog.