La historia de esta crisis se empezó a escribir hace dos años. Desde entonces, desde que estalló el fiasco de las subprime en Estados Unidos, el discurso de la culpabilidad ha ocupado (y preocupado) a los comentaristas. Los que sabían del tema hablaban de ‘rating’, ‘agencias de colocación’, ‘productos de alto riesgo financiero’… términos todos que sonaban a chino para la mayoría de los mortales. Todos estos exégetas se referían a un tsunami cuyas olas gigantes irían propagándose poco a poco por los cinco continentes.
Pues eso, que en aquel instante los responsables eran unos ejecutivos norteamericanos, pijos y engominados, que se habían puesto las botas concediendo hipotecas sin-ton-ni-son, obviando los dos principios básicos de la prudencia financiera: riesgo y solvencia. Aquello ya forma parte del pasado. Quedará reflejado en la manuales de Historia, igual que figura aquel Jueves Negro que desencadenó la Gran Depresión de las naciones industrializadas a partir de 1929.
Ahora estamos en recesión. La situación se ha agravado tanto en estos dieciocho meses que ya corremos contra el reloj. El tiempo de los debates debería estar, teóricamente, superado, pero mucho me temo que no está siendo así. Que más que encontrar soluciones al problema, nuestros próceres se están dedicando a buscar chivos expiatorios que se lleven buena parte de las hostias que están recibiendo ellos en estos momentos. La semana pasada fueron los bancos y ésta le ha tocado el turno a los sindicatos. A los primeros se les acusó de pescar en aguas revueltas, obteniendo beneficios multimillonarios mientras cierran cientos de empresas, y a los segundos se les critica por no hacer nada, por mantener una actitud laxa frente al poder establecido.
Posiblemente lleven razón, pero lo que está claro es que hace falta un gran pacto social para que la economía empiece a remontar el vuelo y se frene la destrucción de puestos de trabajo. Se trata de ponerse de acuerdo, algo difícil de conseguir desde posiciones maximalistas.