El rostro de Ibraima, senegalés de 27 años, era el de un hombre cansado. Tremendamente cansado. Sus ojos, agrietados y enrojecidos, reflejaban la fatiga de quien a duras penas había conseguido conciliar el sueño. Es difícil dormir dentro de un contenedor de escombros, refugiado en cuatro cajas de cartón. A las 8,30 horas de la mañana, cuando el termómetro apenas superaba los 11 grados, él ya estaba en pie, haciendo cola, ansioso por tomar una taza de café bien caliente y algo sólido que echarse en su desconsolado estómago. “Yo vine hace dos semanas -relataba embutido en una especie de pañuelo rojo- y desde entonces, nada de nada”. Medio en francés medio en castellano, explicaba que un amigo le había asegurado que “en Jaén había trabajo”. “Voy a aguantar algo más; si no me marcharé”, comentaba Ibraima, quien ya se plantea seriamente regresar a Senegal “dentro de nueve o diez meses”. “¿Ha merecido la pena jugarse la vieda en nueve largos días de travesía por el Atlántico?”, le pregunté tras narrarme la dureza de su viaje en patera. Silencio, no me respondió.

Son las desventuras de Ibraima, pero también podrían ser las de Fatik, Roger, Diuzz, Isidoro, Ahmed… y las 120 almas que la noche del domingo al lunes pernoctaron a la intemperie en la capital, mientras que las 200 camas del albergue estaban vacías (no se abrió hasta las 19,00 horas, tal y como había recomendado el sacrosanto Foro de la Inmigración). Y es que las 48 plazas del hogar de transeúntes fueron insuficientes para una demanda de en torno a 180 personas, tal y como se desprende de la cantidad de desayunos, almuerzos y cenas servidos por Cruz Roja.

Ahí van un par de fotos de la compañera Celia Mondéjar.