El otro día, hablando con un amiguete sobre como está el percal, me comentaba con gran naturalidad que no le dolía lo más mínimo lo que le estaba pasando a los promotores y constructores. Defendía que durante diez años habían llenado las alforjas especulando con un derecho fundamental y que ahora, después de abusar todo lo que podían y un poco más, la bomba les había estallado en las manos. Vamos que, según él, se lo tenían merecido por avariciosos. Yo intenté comprenderlo. Lo escuché atentamente y le di mi punto de vista. Básicamente yo le decía que era un error imputar todos los males del mundo a los que vendían las casas, y le insistía en que detrás de este negocio había otros muchos que se lo habían llevado calentito. ¿Quiénes?
En primer lugar, los propietarios del suelo, que no dudaron en multiplicar por infinito terrenos que en muchos casos ni tan siquiera tenían la catalogación de urbanos. Segundo, los bancos, que concedieron hipotecas incluso por encima de los precios de mercado, todo un ejercicio de irresponsabilidad y de cortedad de miras. Y en tercer lugar,las administraciones, que no pusieron ningún límite y que recaudaron millones y millones de euros en impuestos y tasas asociados a la edificación.
Ahora el sector está completamente paralizado. Tanto es así que las estadísticas del Colegio de Arquitectos dicen que en Jaén se hacen menos pisos que hace cincuenta años. Del todo a la nada en poco menos de dos años. El problema, le comentaba yo a este colega, es que los daños colaterales están siendo tremendos. Hay miles de albañiles en el paro, pero también miles de trabajadores de la madera o de la cerámica, por hablar del caso concreto de Jaén. Además, estamos hablando de la actividad económica sobre la que se ha sustentado el crecimiento de la provincia desde mediados de los 90. Ésa es la realidad.