Suena el primer tono, suena el segundo, el tercero… Por fin una voz computerizada, impersonal, trabada, inicia la comunicación. “Si quiere hablar con nuestro departamento de altas, pulse uno. Si desea hacerlo con facturación, marque dos. Para contactar con administración, el tres. Si precisa información sobre nuevos productos, el cuatro. En caso contrario, espere que será atendido por una operadora”. Muy bien. Aguardo expectante a la susodicha. Ninguna de las alternativas me vale. Se escucha una simpática musiquita. Tararí, tarará. Tararí, tarará. Cinco segundos después mi ‘interlocutora’ me informa: “Todos nuestros operadores están ocupados; el tiempo de espera es de unos cinco minutos”. Ya estamos tocando las narices, mascullo para mis adentros temiéndome lo peor.
Vuelta al principio. “Si quiere hablar con nuestro departamento de altas, pulse uno. Si desea hacerlo con facturación, el dos”. Otra vez la letanía. “Para contactar con administración, el tres”. La música ya no me resulta tan simpática. El tararí, tarará. “Nuestros operadores están ocupados”. Se confirman mis peores presagios. Aquello va para largo, con el agravante de que se trata de una línea 902, de que entre la retahía del uno-dos-tres-cuatro, la estimación de tiempo, que por cierto sigue siendo la misma, que llevo un buen rato al aparato… la broma ya va por un pico.
Otra vez a la carga. “Si quiere hablar con nuestro departamento de altas, pulse uno. Si desea hacerlo con facturación, el dos”. El mismo mensaje lacónico, el mismo principio y el mismo final. Tres, cuatro, cinco, seis veces. Casi diez minutos con la oreja pegada al aparato esperando la voz dulce y aterciopelada de un ser humano. Nada de nada. Ningún indicio vida terrestre.
“Si quiere hablar con nuestro departamento de altas, pulse…” Sí, ya lo sé, el uno. Y el dos facturación. Y el tres administración. Y el cuatro nuevos productos. Y el cinco la madre que me parió. Y el seis la musiquita de los cojones. Y el siete me voy a ciscar en todos los aparatos que contestan mecánicamente. Y el ocho los puñeteros cinco minutos que siempre son cinco. Y el nueve que la puta llamada ya me ha costado veinte euros. Y el diez que se vayan preparando de la reclamación que les voy a meter -para qué, pienso en frío poco después-. Y el once que me doy de baja. Y el doce que nadie me venga con lo sentimos, “es que en Madrid estamos de fiesta”. Y el trece, impotencia. Y el catorce. Y el quince…
Una semana después, todavía no lo he conseguido. Seguiremos informando.