Hace poco, por casualidades de la vida, coincidí en la consulta del médico con mi amigo Vicente Oya, cronista oficial de Jaén, bellísima persona y un maestro del periodismo amable. Los lectores de Ideal lo conocen por sus Jaencianas, que publica todos los días en la edición de papel. Total, que el destino quiso que nos viéramos en ese sitio y a esa hora, y que ambos pudiéramos vivir en primera persona un episodio de enojo que, desgraciadamente, se repite con demasiada frecuencia en esa cosa seráfica llamada ‘administración’. Le propuse a Vicente la siguiente idea: que él escribiera una columna sobre el particular desde su punto de vista y que yo hiciera lo mismo desde el mío. Él ya ha cumplido su parte del trato; yo lo voy a hacer ahora.
Imagínese que usted tiene el día perfecto. Ni un problema. El jefe le ha concedido unas jornadas extra de vacaciones, le han subido el sueldo por su cara bonita, ha matenido relaciones sexuales satisfactorias… vamos, que está de putísima madre. Pero mire usted por donde, resulta que tiene que ir al ambulatorio para resolver unos papelillos, ésos que no se pueden solventar ni por teléfono ni por internet. Se sube al coche, pone la radio -de fondo suena el ‘Wonderfuld world’-, se desplaza como una gacela, aparca a la primera. Sensacional. Pero justo cuando entra en el centro de salud, todo radiante, se topa de bruces con una muchedumbre, en torno a treinta abueletes, que aguardan turno precisamente para la misma -y única- ventanilla en la que tiene que realizar esa gestión.
Es justo en ese instante cuando usted abandona su estado de nirvana para convertirse en un ‘administrado’, o lo que es lo mismo en una persona profundamente jodida. Total, que se coloca al final de la fila, como dios manda. Y que pasan los primeros cinco minutos y aquello no se mueve. Y que transcurren otros quince y apenas ha logrado adelantar dos posiciones. Y que la señora administrativa hace un alto en el camino para atender el teléfono -recordemos que está sola ante el peligro-. Y que esta misma señora, de golpe y porrazo, recibe la llamada de la naturaleza y se levanta rauda a miccionar. Y que el ambiente ya está enrarecido. Y que llega el listillo, que nunca puede faltar este tipo de historietas, y se hace el despistado para adelantar por la derecha. Y “¡qué cojones hace usted colándose!“. Y que tres cuartos después usted, tan repeinado y oliendo a gloria bendita, ya está cagándose en todo lo que se menea. Y que todavía hay veinte por delante. Y que, y que, y que…
Pues nada, señoras y señores, éstos son los servicios que nos han tocado en suerte en el siglo XXI. Qué hacemos ¿le echamos también la culpa a la puñetera crisis?