Domingo. Hora indecente. Enciendo el ordenador cuando los primeros rayos del sol, ésos que tienen un color entre anaranjado y violeta, penetran sutilmente por la ventana del despacho. Miro a la calle. Nadie arriba, nadie abajo. Si acaso unos muchachos que, en conversación vehemente, intercambian impresiones sobre lo que parece algo más que una intensa noche de rock and roll. Pongo un cedé de Joe Henderson, el acompañamiento ideal para una mañana de melancolía. Es un día triste. ‘Muere el cantante, político, profesor y poeta José Antonio Labordeta’, escucho de refilón en uno de los primeros noticiarios radiofónicos. Me resisto a creerlo. “No puede ser”, pensé con la tranquilidad de quien todavía se siente acunado por los sueños. “No puede ser”, repetí mientras Morfeo insistía en que volviera al redil.
Pero no. Tánatos, siempre inoportuno e hijo de puta, se había acordado de Labordeta. Tuve la tremenda fortuna de conocerlo hace unos años en un curso al que él asistía como ponente y yo como invitado. Fue en Guernica, en un restaurante situado muy cerca de la Casa de Juntas y de ese roble centenario, desvencijado por el otoño y el paso del tiempo, que tanto representa para vizcaínos y vascos. El azar quiso que se sentara justo delante de mí. Recuerdo que llegó un poco tarde, que portaba un chaquetón de pana -que por cierto acomodó con sumo cuidado sobre el respaldo- y que se presentó con un sencillo “José Antonio, encantado”.
Pienso que la vida te da tres o cuatro oportunidades, no más, de tratar cara a cara con tipos tan apasionantes como Labordeta. Y ésta era una de ellas. Degustamos un exquisito marmitako, la excusa perfecta para hablar de gastronomía, cultura, tradiciones y viajes. Fue una hora y media intensísima en la que conocí al Labordeta abuelo, al que disfrutaba viendo como la nieta le destrozaba la guitarra, al profesor de instituto, al hombre sencillo que, lejos de vedetismos, te llenaba el vaso cuando todavía no habías apurado el último trago. Nos despedimos con un fuerte apretón de manos y el compromiso de que tal vez, quién sabe, nos viéramos en Zaragoza, Madrid o Jaén.
Aquella aproximación a José Antonio Labordeta me hizo seguirle con mucho entusiasmo posteriormente. Cuando lo veía ahí, en el atril del Congreso, me venía a la mente el almuerzo de Guernica. Yo observaba como aquel Labordeta diputado era, en esencia, la misma persona que, sin alardes, escanciaba sidra a los postres mientras brindaba por la libertad y lamentaba la falta de respeto a las minorías. Lamenté mucho que dejara el escaño. Su presencia, su sentido común y su locuacidad hubieran sido importantes para, en nombre del pueblo, mandar a la mierda y llamar gilipollas unas cuantas veces, como lo hizo en su momento, a esa panda de políticos incapaces que nos han tocado en suerte en estos tiempos revueltos que, desgraciadamente, vuelven a ser de necesidad.
José Antonio, este vino que acabo de descorchar va por ti.