La última. Si nada ni nadie lo impide, la huelga de ayer no ocupará ni un solo caracter más en este blog. Creo que el asunto, por muchas aristas que tenga, ya está suficientemente analizado. Pero sí quiero despedirme de este tema con una última reflexión. Y sin que sirva de precedente lo voy a hacer desde el plano más íntimo y personal. Así que dejo a un lado mi condición de periodista, que me obliga a distanciarme de los hechos y ser ecuánime en mis planteamientos, y me visto de persona para hablar sin remilgos de mi percepción de la reforma laboral. Veamos.
Después de acompañar los piquetes en el polígono de Los Olivares, después de escribir crónicas de urgencia a pie de campo, después de mandar fotografías y vídeos, después de escribir no-sé-cuántas actualizaciones de la noticia en la redacción, después de ‘twuittear’ para trasladar al segundo todo lo que que estaba pasando, después de unas horas intensas y apasionantes en lo profesional, después de todo eso, decidí dejar el cuaderno, el bolígrafo y la grabadora en el cajón y me fui a la manifestación. Lo necesitaba. Sí, lo necesitaba porque las nuevas reglas del juego me parecen, lisa y llanamente, un latrocinio en toda regla.
Puedo llegar a entender que la acción de gobierno se adapte a las circunstancias. Es más, me parece algo normal. España, como el resto del mundo, está sometido a la tiranía de los mercados. Y los mercados nos pusieron en el punto de mira por un déficit disparatado que nos aproximaba peligrosamente a la banca rota. El Estado tiene que financiarse y no puede hacerlo a cualquier precio. Perfecto. Pero ¿por qué la cuerda se ha roto por el eslabón más débil de la cadena? Pues porque aquí nadie ha sido capaz de taponar la hemorragia, porque se pensó erróneamente que los recursos públicos eran ilimitados y porque la salida fácil era la del tijeretazo y no poner medios, por ejemplo, para atajar unos niveles escandalosos de economía sumergida -casi el 30 por ciento del PIB en una provincia como Jaén-. No me digan que no tiene cojones la cosa.
Hay que proteger a las empresas, pero también a los currantes. Y despedir a alguien porque sí, porque se prevén menos beneficios -sin necesidad de justificar nada-, abaratar el despido exponencialmente y convertir en papel mojado cualquier convenio colectivo es un putadón como una casa de granda. Una vergüenza.