Domingo, 15,30 horas. Reventón de rueda. Comunicación urgente con el seguro. “Hola, buenas tardes, es que he pinchado”, le indico a la amable señorita que se pone al teléfono. “Dígame la matrícula”. Se la digo. “Espere un segundo”. Espero. “A ver, ¿qué le ha pasado?”, prosigue la susodicha en estricto cumplimiento de los protocolos. “Pues que el neumático ha explotado y no puedo continuar”. “Aguarde al aparato que consulto”. Un minuto después, tic-tac, tic-tac, la ‘solución’: “Vale, pues use la de recambio”. Bien empezamos, mascullo. “No, mire es que es de las pequeñas, de emergencia, y además ya está usada y puede ser que no resista”, le explico para evitar males mayores. “Un momento”. Otro minutito. “No, póngala -comenta- y si tiene algún problema por el camino, pues contacte nuevamente con nosotros y salimos en su búsqueda”.
Obviamente, en este punto se acabó el buen rollito. “Quiero pensar que usted no habla en serio”, espeto. “Sí”, afirma lacónica. “Vamos a ver, que yo pago una póliza a todo riesgo, que tengo bastantes papeletas para darme un leñazo y usted va y me plantea que me la juegue y si me pego una hostia, ya veremos”. “Sí”, asevera sin entrar en otras valoraciones, como si lo que me estaba proponiendo fuera algo normal. “Pues ya me está usted poniendo a su superior”. Evitaré el nudo de la historia y les cuento directamente el desenlace. Después de media hora de negociación indecente, mandaron taxi y el coche lo transportó la grúa.
Este pasaje me hizo reflexionar sobre lo mucho que valen las cosas, sobre esa pulsión inútil que tenemos por pagar más a cambio de eficacia y que después, a la postre, no dejes de ser un pardillo al que hay que intentar colársela sí o sí. No es la primera vez ymucho me temo que no será la última. Pero este episodio sí ha marcado un antes y un después. Se acabó la presunción de inocencia. Hay mucho bribón suelto y si no los tratas como tales, corres el serio riesgo de que se te quede cara de gilipollas quasi perenne. Y eso no tiene que ser bueno.