Hay sentimientos que forman parte de nuestra más estricta intimidad. Y llorar, desde luego, es uno de ellos. Me parece una canallada mofarse de ello, como también me lo parece provocar el llanto del prójimo para vender. Ya saben a que me refiero. En el primer caso, obviamente, a mi admirado Pérez Reverte, cuyo estilo agresivo y contundente, marcado en su ADN a base de vivencias aterradoras, es incompatible muchas veces con la conmiseración. A pesar de ello, es un puto genio. Y de lo segundo, lo de las lágrimas inferidas, pues no tienen más que encender la caja tonta a cualquier hora del día, esperar un poco y antes o después aparecerá un desconsolado vomitando miserias a preguntas del periodista de turno. Es lo que gusta.
Decía Séneca que “no hay peor causa de llanto que no poder llorar”. Lo suscribo. Voy a afirmar algo que puede resultar exagerado, pero la conmoción es una de las pocas causas que democratiza a los humanos. Es cierto que la barrera del acongojo se sitúa más o menos alta en función de condicionantes personales -la ‘costra’, que se diría en el acervo popular-, pero siempre hay un motivo para plañir. Los bebés porque tienen sed, los niños porque les quitan un juguete, los púberes porque se sienten incomprendidos, los jóvenes por desamor… los denotantes son infinitos y por eso somos, básicamente, seres pasionales. Pero sí que hay un mínimo común denominador, la aflición, un estado de desánimo que require, bajo mi modesto entender, la mayor de las consideraciones.
Recuerdo que una vez, haciendo un reportaje sobre inmigrantes en la aceituna, todos sin casa y sin sustento, había uno que no paraba de sollozar. Lo hacía en una esquina, solo, apartado de los demás. No quise acercarme a preguntarle qué le pasaba, pero un compañero suyo de penalidades se acercó y me comentó al oído: “No te preocupes, le pasa todas las mañanas”. Sí, posiblemente perdí la oportunidad de contar la tremebunda historia del muchacho que lo dejó todo en busca de la prosperidad, del que se lo jugó el bigote cruzando el Estrecho a bordo de una patera, del que cuenta sus vivencias por penurias, pero quién cojones era yo para interrumpirlo en ese momento. Nadie. Y por eso no lo hice, ni lo haré jamás.