Hace unos días, escuchando una tertulia radiofónica, un parroquiano se afanaba en argumentar el efecto narcótico de las malas noticias de la economía, el pan nuestro de cada día, sobre la capacidad crítica de los ciudadanos. Este señor decía que la sociedad asume ya como algo normal que en Jaén, por ejemplo, haya más de 77.000 paisanos sin oficio ni beneficio. Sí, oigan bien, más de 77.000, uno de cada cuatro jaeneritos en edad de merecer. Pues qué quieren que les diga, pero me da a mí que este contertulio, de cuyo nombre lamento no acordarme, habla con bastante tino. El mensaje ‘señoras y señores, estamos profundamente jodidos’ ha calado tan hondo que nos conmueve lo justo y necesario.

Hombre, entiendo perfectamente que la crisis produzca ya cierto hartazgo en el común de los mortales. Qué les va a contar un periodista que se dedica a este mundillo cabroncete del dinero. Ahora bien, lo que también tengo clarísimo es que este adormecimiento de las conciencias es bastante peligroso. Y lo es, entre otras cosas, porque nos tragamos con suma facilidad el mensaje de la resignación, un mal compañero de viaje. Un ejemplo. Pues que demos por bueno el hecho de que la productividad de las empresas sólo se consigue a costa de meter la mano en el bolsillo del trabajador.

Salir de un agujero tan profundo como el que estamos requiere un esfuerzo colectivo que implica un sacrificio de empleados y empleadores. Creo que hasta aquí todos llegamos, pero lo que tengo clarísimo es que este ahínco no es incompatible con el mantenimiento de la capacidad adquisitiva. Lo digo porque me consta que ya hay quien está planteando partir del -5 por ciento en la negociación de los convenios colectivos, esgrimiendo el ejemplo -yo diría putadón- que le han gastado a los funcionarios.