Hay ‘pequeñas’ historias que pasan desapercibidas en demasiadas ocasiones, pero que tienen un enorme valor emocional. Les voy a contar una de ellas. La del ‘señor del huerto’. A pocos metros de donde vivo, en uno de tantos solares infectos, había hasta no hace mucho un pequeño huerto. Allí estaba todas las mañanas un señor, ‘el señor del huerto’. Hiciera frío o calor, lloviera o nevara. Nunca fallaba. Gorra de pana marrón calada hasta las cejas, camisa de cuadros remangada por encima de los codos, pantalón gris mortecino con los bajos redoblados. Siempre encorbado, sudado. Unas veces con el rastrillo, recogiendo la hojarasca. Otras con el arado, aladrando el terreno en surcos casi perfectos. También quitando las malas hierbas con sus propias manos. Disfrutaba viéndolo. Ajeno al mundo, afanoso, ensimismado. Nunca llegué a conocer al ‘señor del huerto’, aunque les confieso que en más de una ocasión tuve la tentación de bajar, sentarme a su lado y agradecerle lo muchísimo que estaba aportando a mi vida. Transmitirle mi absoluta fascinación por su perseverancia, por el cariño con el que cultivaba tomates e ilusiones, por mantenerse ahí, irreductible frente a la voracidad del cemento. ¿Cuánto dinero le habrán ofrecido por ese trozo de tierra? Me pregunté una y mil veces.
Pero hubo un día -no sabría decir cuándo-, quizá hace un par de años, que el ‘señor del huerto’ desapareció. Al principio me extrañó. Después, cuando comprobé que faltaba de forma reiterada, les confieso que aquella inquietud inicial se tornó en zozobra, en abatimiento. El huerto comenzó a morirse, como posiblemente ya habría muerto su dueño. Las hojas verdes se convirtieron en amarillas, los tomates, otrora rojos, adoptaron un tono pardusco, el suelo fértil se fue desvencijando poco a poco. Ahora ya no queda nada de aquella quimera. Bueno sí, miento. Quedaban -quedan- tres árboles. Tres hálitos de vida en medio del secarral. Tres recuerdos de esa obra inconclusa que con tanto denuedo fue construyendo el ‘señor del huerto’. Las precipitaciones de los últimos años los han mantenido ahí, erguidos y vigorosos. Pero ahora ya no llueve tanto. Si el tiempo no acompaña, probablemente también claudicarán. Pero hay otros peligros más inminentes. El Ayuntamiento ha tomado la ‘brillante’ decisión de transformar el solar en un aparcamiento con capacidad para cuatrocientos vehículos. Sí, como lo oyen, cuatrocientos coches, mil seiscientas ruedas hollando el mismo terreno donde hasta hace poco brotaban las plantas y las tomateras del ‘señor del huerto’.
Quizá la suerte ya esté echada. Quizá no haga falta esperar a la horda de conductores. Las máquinas apisonadoras llevan una semana aplanando el erial y mucho me temo que, más pronto que tarde, los tres árboles pasarán por el rodillo. Por eso escribo estas letras. Para advertir del riesgo. Para que si algún munícipe lee este artículo -me consta que alguno me sigue-, tome cartas en el asunto y evite la felonía. Yo he visto a la concejala Nestares, cual Mariana Pineda, abrazada a uno de los plataneros del Paseo del Estación amenazados por el trazado del tranvía. Los árboles del ‘señor del huerto’ también se merecen esto, aunque ocupen un emplazamiento menos noble. Tan sólo pido respeto. Respeto hacia esos tres árboles y respeto hacia el ‘señor del huerto’, hacia su memoria y hacia un sueño maravilloso de tomates aterciopelados, tierra fresca y libertad.