Este domingo publicamos en Ideal un interesante reportaje titulado ‘La ruta del dinero público perdido’. Ya se pueden imaginar de qué iba la cosa. De aquellas inversiones vendidas con alarde de fanfarrias como ‘imprescindibles’ y que, a pesar de su ‘enorme interés estratégico’ -dixit habitualmente los políticos para justificarse-, o no han servido para nada, o las han quitado de en medio, o se han quedado a la mitad, enterrando millonadas y millonadas de euros. Últimamente han proliferado informaciones en las que se denunciaba el derroche de aquellos maravillosos años, no tan lejanos, en los que vivíamos en los mundos de Yupi. En la ‘década de la gran mentira’, como acertadamente han bautizado algunos el decenio comprendido entre 1997 y 2007. Ejemplos hay muchos. A todos les sonarán. El aeropuerto sin aviones del ‘president’ Fabra, el AVE en el que se montan dos personas o maravillosas piscinas cubiertas, olímpicas por supuesto, con agua putrefacta porque el mantenimiento resulta carísimo. También en Jaén tenemos para escribir otra antología del disparate. Y de eso iba el artículo que les he referido antes. Muy rápidamente, que tampoco es cuestión de echarse a llorar. El parque acuático, las bicicletas de alquiler, la pasarela de la carretera de Madrid, la cámara oscura del Auditorio de la Alameda, el Cerro de las Cantera, las viviendas del hospital Princesa, el refugio antiaéreo, los 18.300 millones del tranvía, etcétera, etcétera, etcétera.
Realmente esto no es nada nuevo. También ocurría en ‘la era precrisis’. La diferencia es que antes, como creíamos de forma un tanto naif que los recursos eran ilimitados, pues como que no pasaba nada. Un error lo tiene cualquiera. Pero claro, ahora que la motosierra funciona a pleno rendimiento, aquella condescendencia hacia el despropósito se ha tornado en profundo enojo y encabronamiento. El ‘pelillos a la mar’ se ha transformado en ‘menuda panda de…’ -póngale usted el adjetivo que considere más oportuno-. Yo siempre lo he referido cuando me inquirían sobre el particular. El hundimiento de la economía ha tenido muchas consecuencias nefastas pero, aunque cueste mucho creerlo, también se pueden extraer unas cuantas conclusiones positivas. Citaré someramente tres. Fuimos demasiado ingenuos y no deberíamos tropezar dos veces en la misma piedra. Ahorrar no es ninguna soplapollez. Y la creencia de que con esfuerzo y sacrificio salimos de ésta, aunque el nuevo subdelegado Juan Lillo apele también a la divina providencia-.
Yo no creo que los culpables de la ‘bancarrota’ sean los ciudadanos. Se daban unas circunstancias y nos adaptábamos a esas circunstancias. Pero sí pienso, sin embargo, que resbalamos a la hora de exigir pulcritud en el destino de los dineros públicos, que al fin y al cabo también son los suyos y los míos. Y no me refiero tan sólo a la falta de tino relacionada con el puñetero ‘ladrillo’ y las obras faraónicas que marcarían ‘un antes y un después en nuestras existencias’, sino a otros muchos ‘detallitos’ que también costaban un pastizal y que eran un dispendio antes, lo son ahora y lo seguirán siendo por los siglos de los siglos amén. Esos copetines pantagruélicos a las puertas del teatro, esos viajitos so pretexto de hermanamiento, esas inauguraciones exquisitas, esos carguitos creados ‘ex profeso’, ese mamoneo de guante blanco… Nunca debimos permitirlo. Nos equivocamos y lo lamentaremos durante mucho tiempo.