Hablaba hace unos días con un compañero periodista, también buen amigo, sobre los pocos o muchos motivos que tenemos para coger la pancarta. El pretexto para estas diatribas, un tanto ‘masocas’ teniendo la ocasión de charlar de mil temas más volubles, era la capacidad de convocatoria de los sindicatos más allá de correligionarios o afectos. Yo le comentaba que me sorprendió gratamente comprobar que en la primera de las dos manifestaciones contra la reforma laboral celebradas hasta la fecha, la del 19 de febrero, había muchos ciudadanos sin adscripción. Lo sé porque los conozco personalmente. “Jorge, estamos aquí porque no quiero que nuestras hijas tengan un futuro peor que el nuestro”, me comentó un manifestante, también amigo. Ya les digo que identifiqué a más de cuatro. No puedo decir lo mismo de la siguiente movilización, la del bisiesto 29, donde yo no vi tanto ‘espontáneo’ –y me la recorrí de punta a cabo–. Creo que influyó, y mucho, el hecho de que una fuera un domingo a las once de la mañana y la otra un miércoles a las ocho de la tarde, pero también pienso –y aquí piso el primer charco– que este debate de ‘voluntarismo sí/voluntarismo no’ es pernicioso porque, realmente, estamos poniendo el foco sobre un hecho excepcional: que de cada cien delegados, afiliados o simpatizantes, haya cinco que no lo son.
La última vez que abordé este tema, con motivo de la huelga general del 29 de septiembre de 2010, me dieron las del pulpo, lo cual básicamente me la trajo al pairo entonces y me la volverá a traer ahora en el caso bastante probable de que alguien vea en mí abyectas intenciones. Pero no quiero centrarme hoy en si UGT y CC OO han perdido crédito, si el movimiento sindical está en crisis o si se contesta más a unos gobiernos que a otros, sino al auténtico fondo de la cuestión. Al paroxismo de una sociedad que vive con el miedo en el cuerpo. Despojémonos por unos minutos de los ropajes ideológicos. Abandonemos las trincheras que nos sitúan sistemáticamente ‘frente a alguien’. Y recapacitemos sobre todo lo ocurrido en estos últimos cuatro años. ¿Hay razones para levantarse del sillón? Ya me dirán ustedes. ¿Secundando el llamamiento de las centrales de clase? Por qué no. En una época en que la soberanía del pueblo se ha regalado a mercados y tecnócratas, transfiriendo el poder de decisión sobre nuestras vidas a los conventículos de Wall Street y al poderoso eje franco-alemán, estamos en todo nuestro derecho de protestar para recuperar, como mínimo, parte de la autonomía perdida. Y si tienen que chirriarle los oídos a los mandamases del PSOE, pues que les chirríen. Y si tienen que aguantarse los del PP, pues que se aguanten. El mensaje está meridianamente claro. No todo vale.
Ahora que se escuchan fanfarrias electorales, tenemos una nueva oportunidad para alzar la voz. Primero echando la papeleta en la urna y segundo dejando patente, en la calle o donde sea, que una cosa es acaparar más o menos votos y otra bien distinta pensar que se ha recibido un cheque en blanco, que es exactamente lo que está pasando. Soy consciente de que, ante la incertidumbre y el temor, los seres humanos respondemos dando un paso atrás. Pero, queridos amigos, hay quien está empleando de forma descarada este subterfugio, asustar al prójimo –’realismo’ lo llaman–, para arrebatar la aspiración legítima que todos tenemos a dormir en paz y, a ser posible, vivir en un estado (con minúscula) de bienestar. Pues quizá ha llegado el momento de decirlo alto y claro: no.