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jorgepastor2000

Patadón y tentetieso

Yurinka con naranja

Los de mi quinta, hijos del ‘baby boom’ y la crisis del petróleo, se reunieron hace unos días para festejar que decimos adiós a la treintena y galopamos hacia la cuarentena. Y lo hicieron como siempre se ha hecho, quedando en un bar y tomando copas como dios manda. Todavía no tengo noticias de como terminó el festival, pero estoy completamente seguro que fue de forma gloriosa. La cuestión es que el alcohol siempre ha estado ahí. Lo que ha cambiado es la filosofía a la hora de pimplarse. Antes tomábamos cubatas como un medio. Y ahora los tomamos como un fin. Soy consciente de que el planteamiento es genérico y que habrá muchísimas excepciones a la regla, pero créanme que baso mis vacilaciones en horas de reflexión, experiencias personales y profesionales y sobre todo en el enriquecedor intercambio de opiniones con los compañeros becarios. A ellos les debo muchas lecciones de vida.

Creo que esto del ‘cocimiento’ como fin es el mejor reflejo de una sociedad en la que todo se hace con demasiadas prisas. Los procesos se han acortado. Y esta celeridad tiene muchas consecuencias. Todas negativas ¿Una de ellas? Pues quedarse sin la enorme satisfacción de conseguir algo después de habérselo currado. Si llevamos toda esta literatura al terreno de las relaciones humanas, observamos que ligar, por ejemplo, ha dejado de ser un estimulante ejercicio de superación, además de un arte. Cuando yo era chaval, no hace tanto, rondar a una señorita conllevaba un plus de arrojo que requería, obviamente, perder la vergüenza. Y ahí es donde entraba en liza el ‘factor etílico’. Un par de tintorros de Modesto y un yurinka con naranja te aportaban ese punto de desinhibición imprescindible para iniciar la fase de acercamiento, la más complicada del cortejo. Una vez en el cuerpo a cuerpo, sólo ante el peligro, ya dependías de tu verbo (nunca conté con el activo del físico) y tu capacidad de seducción. Éste era (es) el aforístico ‘puntillo’, un estado de pedete lúcido que te empujaba a dar el primer paso y que luego, metidos en harina, te permitía invitarla a mirar las estrellas o recitarle al oído un poema de Neruda. En la inmensa mayoría de los casos fracasé de forma estrepitosa, pero yo nunca regresé a casa con la sensación de derrota. Y tan poco con ganas de regurgitar por acostarme calamocano. Bueno, siempre no.

Ahora nos trincamos los gin tonics como quien come pipas. Uno, y otro, y otro. Nos enmierdamos y nos ponemos pesados. Y hablamos de asuntos que son un coñazo (al menos los periodistas). Quizá tenga gran parte de culpa la música caca de vaca que se pincha en pubes y discotecas, sonidos enajenantes e insulsos que alimentan una pulsión irrefrenable a levantar el codo. Y lo que más me jode es que ya no declamamos a Neruda, tampoco observamos el firmamento (salvo cuando miccionamos en descampados) y desde luego no socializamos como dios manda. Ni en los cebollones de las tumultuosas fiestas primaverales, ni en garitos con carta de cócteles, ni tan siquiera en las verbenas de barrio, donde la cruzcampo se consume en metros cúbicos y el roce está garantizado gracias a esa sanísima costumbre llamada ‘Paquito el chocolatero’. Por eso quiero acabar hoy robándole nuevamente unos versos al bueno de don Pablo, quien también cantó al vino, elixir mágico y el mejor pretexto para las emociones. “Vino color de día, vino color de noche, vino con pies de púrpura o sangre de topacio, vino, estrellado hijo de la tierra vino, liso como la espada de oro, suave como un desbordado terciopelo”.

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'El día que la mierda valga algo, los pobres nacerán sin culo' (García Márquez)

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