“Lo más hermoso en la vida son las ilusiones”. Lo dijo hace 200 años un señor que se llamaba Balzac, pero creo que ahora lo suscribiríamos todos. Tenemos el derecho a ilusionarnos y sobre todo a cumplir las ilusiones. Trabajar en lo que nos gusta, amar y sentirse amado, fundar un hogar, tener una casa… Todos necesitamos un techo donde cobijarnos, donde acudir cuando estemos perdidos, donde forjar recuerdos que luego se mantendrán indelebles en la memoria y en el corazón. Aquellos correteos por el pasillo detrás de la pelota, aquella cajita donde escondías los peluches, el olor a café y pan recién tostado, el gorjeo de los pajarillos en el almendro… Un mundo dentro del mundo. Tu mundo.
Pero en esta sociedad, donde todo tiene un precio, hay ilusiones que se cotizan caras. Carísimas. Como la vivienda, convertida en negocio por obra y gracia de especuladores a los que se la traía al pairo el trinar de los gorriones, el olor a café y los recuerdos. Una peligrosa transformación porque en los negocios siempre hay quien llena las alforjas y quien las vacía –o mejor dicho, se las vacían-. Fue entonces cuando sus ilustrísimas miraron para otro lado. Que la gente asumía una deuda que duplicaba su renta, pues que la asuman. Que se firmaban hipotecas por cuarenta años, pues que las firmen. Que se pagaban 3.000 euros por un puto metro cuadrado, pues que los paguen. El crédito era inagotable, España crecía al 4 por ciento y nuestro presidente fumaba puros habanos en el despacho oval mientras Bush y Schroeder le reían las gracias.
Pero los puros habanos siempre se acaban. Como las fiestas y las ínfulas de falsos ricachones. Y la burbuja estalló, la economía se desplomó y el mundo se fue al garete. Con las familias, sus casas y sus ilusiones dentro. Y entonces fue cuando vimos la cara más desabrida de la pobreza. La de aquéllos que no pueden pagar la casa porque no tienen para comer. La de miles y miles de biografías truncadas porque un día recibieron la primera carta. “Estimado señor, lamentamos comunicarle que hoy hemos procedido a ejecutar la hipoteca”. La segunda. “Estimado señor, en virtud de la ley hipotecaria, el próximo jueves debe abandonar su domicilio”. Y la tercera y definitiva. “Estimado señor, ante los desobedecimientos reiterados, una comisión judicial se personará en la finca para hacer efectivo el embargo de su residencia”. Y entonces, el estimado señor, que un día soñó con los correteos de los chiquillos por el pasillo, el olor a café y los pajarillos, decide sentarse en el escritorio. Escribir una notita para decir “no puedo más”. Abrir la ventana. Y tirarse por ella acabando con las ilusiones y con su existencia.
Amigos y amigas, lectores todos, ésta es la verdadera crisis. La crisis de la ilusión, que es más peligrosa que la del dinero porque una antecede a la otra. Y la única solución pasa por recuperarla. Por rescatarla. Por arrebatársela a los que impunemente la quitaron. Entonces, sólo entonces, estaremos en disposición de abrir nuevamente el balcón de par en par. Respirar fuerte. Y en vez de dejar una amarga despedida en un pósit, asomarnos para gritar con todas las fuerzas: “¡Jodeos, cabrones, que nunca me venceréis!”.