Me gusta caminar. Me lo pide el cuerpo, pero sobre todo la mente. Quemamos calorías y movemos el esqueleto sin darnos cuenta. Pero ya les digo que para mí supone, sobre todo, un alivio mental, una vía de escape para las tensiones, para sanar las heridas infringidas por la inmersión diaria en una realidad fagocitante y muchas veces desalmada. En estas caminatas, que normalmente coinciden con el trayecto de ida y vuelta entre casa y el curro, aprovecho para abrir los sentidos de par en par. Oigo, escucho, huelo, pero sobre todo veo. Veo a la gente. Y en estos paseos coincido siempre con un señor mayor, calculo que brincando los ochenta, que me tiene absolutamente fascinado. Siempre vestido con chaqueta y corbata. Sombrero aboinado con visera. Sentado en el mismo banco. Erguido. Gafas de pasta. Mano izquierda apoyada sobre un bastón de madera con empuñadura dorada. Siempre mirando al frente. Tranquilo. Sereno. Impertérrito.
Nunca he hablado con él. Y creo que nunca lo haré. Prefiero imaginarme su vida y sus pensamientos antes que conocerlo. Me lo imagino atónito por ‘esta juventud’, asida al móvil como el prende su arrimo, alelada por la pantalla y vasalla del teclado. Perplejo por el gesto mohíno de todos los que pasan por delante de él todas las mañanas, incluido posiblemente el mío. A él le van a hablar de crisis y fatigas. A él que sufrió las penurias de la postguerra y el quebranto de acostarse con el estómago yermo. Me lo imagino preocupado por el destino de esos inmigrantes que, ateridos por la frigidez del albergue, deambulan desvanecidos como él lo hizo cuarenta años atrás por las calles de Dusseldorf o Dresde, buscando el jornal. Buscando el Dorado del Norte. Me lo imagino flemático ante la pesadumbre de quienes justiprecian el presente como el principio del fin. Pero sobre todo me lo imagino indignado -profundamente indignado- con una sociedad que arrincona la sapiencia de quienes han escrito una biografía a base de superar infortunios y fatalidades. De quienes acopian el tesoro de haberlo vivido casi todo.
Somos así de estúpidos. Hace mucho tiempo que cometimos el gravísimo error de soslayar a los mayores. De ignorarlos. De no escucharlos. Y así nos está yendo. Buscamos complejos y costosos remedios a problemas que los abuelos han padecido y resuelto con éxito. Ellos, que se han convertido en piezas clave de ese cuento chino llamado ‘conciliación’, que sustentan con su pensión los peculios de miles y miles de hogares, que están dispuestos siempre a darlo todo a cambio de nada, son postergados de manera canalla en cualquier banco de cualquier plaza de cualquier ciudad. No sé si la crisis es un estado de ánimo. Pero sí tengo claro que la salida a la crisis pasa por recuperar el sentido común y el valor de las personas. Y sobre todo el valor de la experiencia.