Uno de los grandes debates de esta crisis es si el mercado debe fluctuar a su libre albedrío, regulado únicamente por los parámetros de oferta y demanda, o si hace falta que el Estado intervenga para cuando las cosas vienen torcidas y cabe el riesgo de que chiringuito no se venga abajo. El liberalismo salvaje aplicado a la economía da lugar a situaciones como que Lheman Brothers, el cuarto banco de inversión de los Estados Unidos, se haya ido al garete sin que nadie, especialmente el Gobierno de los Estados Unidos, haya movido un dedo. La caída del coloso, con trabajadores que cobraban más de 200.000 euros al año, generó un auténtico tsuanami en las bolsas de todo el mundo (recordemos que detrás del mercado de valores hay millones de pequeños inversores) y resquebrajando todavía más la confianza en el sistema financiero.

Pero no hay que irse tan lejos para echar en falta algo de intervencionismo. Sí, es cierto que en este país tenemos el Banco de España y la Comisión Nacional del Mercado de Valores, que velan para que los que tienen nuestro dinero no se deslicen, pero fuera del sistema regulado hay quien está cometiendo auténticas tropelías. Me refiero, por ejemplo, a las petroleras, que tardaron un santiamén en aplicar las subidas derivadas de las prácticas especulativas en las lonjas mayoristas del crudo y ahora se resisten a aplicar una bajada proporcional. ¿A qué esperan? El Tribunal de Defensa de la Competencia debe tomar cartas en el asunto a la voz de ya. Tres cuartas de lo mismo sucede con la carestía de los alimentos. Son totalmente injustificables diferencias de más del 1.000 por ciento entre lo que pagan los consumidores y lo que cobran los productores.