El estallido de la burbuja inmobiliaria está teniendo efectos perversos sobre las empresas y sobre los propietarios. Los primeros, porque se están derrumbando como un castillo de naipes tras la caída de la demanda y la falta de liquidez del sistema financiero. Y los segundos, porque de la noche a la mañana se han quedado sin la gallina de los huevos de oro. Hablemos de estos últimos, los que compraron una vivienda en pleno delirio del ‘ladrillo’ buscando suculentos réditos en corto espacio de tiempo (buscando, en definitiva, lo que el mercado de valores no les daba).
Pues bien, en ese heterogéneo grupo de ‘dueños’ encontramos dos subgrupos. Por una parte tenemos a los que tienen necesidad imperiosa de vender y llevan meses esperando a que alguien llame a su puerta. Éstos se debaten entre la tesitura de rebajar los precios y resignarse a perder buena parte de la inversión inicial, teniendo en cuenta que los bancos no entienden de necesidad (por aquello de los intereses hipotecarios), o aguantar el tirón a ver si el mercado se recupera, algo que no ocurrirá en mucho tiempo. Pero también hay otros que no tienen prisa y que confían que antes o después llegará alguien dispuesto a pagar un potosí por algo que hace mucho tiempo dejó de valer un potosí.
Yo creo que esta coyuntura merece una profunda reflexión sobre lo sumamente ilusos (por no decir gilipollas) que puede llegar a ser el hombre. Y es que muchas veces sobrevaloramos nuestra inteligencia e infravaloramos la de los demás. Sólo de esta forma puede entenderse que, a estas alturas de la película, pueda haber alguien por ahí dispuesto a pagar 2.200 euros por un puto metro cuadrado. Ninguna vivienda, por muchos lujos que tenga, cuesta este dineral. No lo costaba antes y por supuesto no lo cuesta ahora.
Acabo con una frase del poeta italiano Siro Publio. ‘Al pobre le faltan muchas cosas; al ávaro, todas’.
Ahí va un breve vídeo explicativo, en tono de tragicomedia, sobre todo lo que está sucediendo con la burbuja inmobiliaria.