Ayer por la noche, navegando sin rumbo por internet arribé casualmente a una página de efemérides. Me paré un rato en ella y consulté qué acontecimientos importantes habían ocurrido tal día como hoy. Nace en Francia en rey Luis XVIII, se inaugura el canal de Suez… muere a los 39 años el cantante Enrique Urquijo. Me turbé. No pude evitarlo. Los recuerdos de la triste mañana de aquel 17 de noviembre de 1999 -once años han transcurrido ya- se agolpaban en mi mente. De forma casi instintiva me conecté a Spotify, seleccioné una lista de reproducción con las tonadas de Enrique Urquijo y empecé a escucharlas mientras buscaba las noticias de aquella jornada luctuosa para la música. No soy masoca. Todo lo contrario. Intento borrar del disco duro todo lo que me produce desasosiego. Pero esta vez, no sé por qué, emprendí una incomprensible huida hacia delante.

Las crónicas eran desgarradoras. Durísimas. No voy a dar más detalles. Las drogas. Sólo les digo eso, las putas drogas. Su cuerpo inerte fue encontrado en un portal del barrio de Malasaña, en Madrid, muy cerca de algunos de los garitos a los que acudía frecuentemente a desahogar su melancolía. Hace unos años llegó a mis manos un librito sobre la voz de Los Secretos, una banda sinigual que, a Dios gracias, sigue dando la matraca y deleintando a su legión de fieles seguidores. Contaba el biógrafo que Enrique era una persona entrañable, que exudaba ternura, de trato agradable, pero con una pulsión autodestructiva que le deparaba un final trágico. Como así fue.

No soy capaz de valorar la obra de Enrique Urquijo como la haría un musicólogo. Tampoco soy ningún melómano. Carezco de criterios y de formación para hacer un análisis riguroso de sus composiciones. Tampoco creo que sea muy necesario, la verdad. Pero si sé que sus canciones me conmovieron -lo siguen haciendo ahora-, me acompañaron en los momentos más amargos y me hicieron comprender que la soledad es el peor de los estados del alma. Por eso le estoy agradecido y por eso le rindo este sencillo homenaje.