Parecía que la pesadilla nunca iba a acabar, pero mire usted por donde que sí, que dentro de tres meses el tranvía comenzará a funcionar en Jaén. Había muchos que dudaban de que un proyecto de tamaño calibre se terminaría en tiempo y forma, pero poderosas razones electorales han convertido en noticia lo que nunca debería serlo: que las obras se acaben en los plazos previstos. Dicen los que saben de esto que la ejecución ha sido impecable, de libro. Pero tengo el pálpito de que los ciudadanos no lo tienen tan claro. Que levante la mano quien no se haya quedado empantanado en más de cinco atascos mientras la ciudad estaba manga por hombro. Nadie. El fin no justifica los medios. Y por muy bonito, confortable y rápido que sea un medio de transporte que, teóricamente, marca un antes y un después en el ‘modelo de movilidad urbana de Jaén’ -joder, ya hablo como los políticos- el caos vivido estos tres años atrás no tiene excusa.
Vamos a ver. Soy plenamente consciente de que estas cosas no son fáciles, que siempre habrá trastornos, que la actuación en los puntos más conflictivos se ha programado, supuestamente, para evitar los pifostios circulatorios. Todo eso queda estupendo en los papeles. Pero la triste realidad es que vivimos en una sociedad que se desplaza en automóvil. Negar esto es negar la evidencia. Yo tengo una teoría sobre el particular. A base de tanto usar el vehículo hemos perdido la percepción de la distancia y siempre pensamos que todo está lejísimos. ¿Qué pasa? Que consideramos que subir y bajar el Paseo de la Estación, por ejemplo, es algo parecido a ir y volver de la Conchinchina. Y no. Bastan entre 20 y 25 minutos para recorrerlo a pie sin mayores fatigas.
El caos tiene, por tanto, motivos culturales, pero también hay otras causas. Una de ellas ya la he expuesto unas líneas más arriba, porque los trabajos se han desarrollado en un tiempo récord, cuando también existe bastante consenso, especialmente entre los comerciantes, que una secuenciación de los tramos habría reducido de forma sensible el impacto. A estas razones habría que añadir decisiones bastante discutibles como la reordenación de determinadas calles. Ahora mismo tenemos una prueba palmaria de esta falta de acierto, la avenida de Madrid, embotellada mañana, tarde y noche por un semáforo que cambia cada quince segundos. Fíjense qué cosas, un puñetera lucecita bloqueando cada día a cientos y cientos de personas. ¡Qué insignificantes somos!
Ahora sólo falta que después de tanto barullo la gente se monte en los trenecitos porque si no…