El debate sobre cuándo llegara el soñado momento en que acabará esta puñetera crisis no está agotado. Qué va. Ni mucho menos. En los últimos cuatro meses no ha habido ninguna noticia que invite al optimismo. Al menos aquí, en ese microscosmos ‘jaenita’ que se iba a convertir en la California del Sur por obra y gracia del Plan Activa. A estas alturas, con la aceituna ya a buen recaudo, casi seguro que estaremos con una tasa de paro superior al 28 por ciento. No hacen falta dotes adivinatorias; basta con darse una vuelta por cualquiera de las oficinas del SAE a primera hora de la mañana para comprobarlo –hace unos días publicábamos en Ideal que una cola imaginaría formada por todos los desempleados uniría Jaén con Baeza, más de 44 kilómetros de almas encadenadas por la desesperanza–.
¿Hay margen de empeoramiento? Mucho me temo que sí. Al menos a corto plazo. Ni la industria, con el parque de Santana en descomposición; ni la construcción, con unos niveles de edificación más bajos que en los años 60; ni los servicios, que siguen destruyendo tejido empresarial, tienen capacidad para tirar del carro. Pero todo se complica desde el momento en que la agricultura, la base de ‘las cuentas’’ provinciales, sigue inmersa en una coyuntura que dificulta cualquier asomo de recuperación.
Esto es lo preocupante. Se estima que en torno a 108.000 hogares jienenses basan su renta de forma directa o indirecta en el olivar. La mayoría de las familias no le ponen dinero al asunto gracias a la subvención. Ésta es la triste realidad de Jaén, una dependencia vergonzante que evidencia, a su vez, la incapacidad de los que mandan –ahora y antes– para diversificar la actividad productiva y que todo el negocio no se vaya al garete porque cuatro ‘todopoderosos’ se dediquen a especular con el aceite de oliva o, lo que es peor, porque una mala tormenta de verano se lleve todo por delante cultivos e ilusiones.
Este círculo vicioso, que habrá que romper más pronto que tarde para que la gente no vaya en desbandada, nos sitúa ante la tremenda realidad de que sólo el dinero público, en forma de ayudas al almacenamiento privado, es la única solución eventual para que el ‘oro verde’ siga siendo eso, ‘oro’ y no ‘hojalata’. Tres años con el mismo coñazo de cantinela y estamos igual que al principio, con 330 almazaras y cooperativas haciendo la guerra por su cuenta y sodomizadas por unos señores trajeados, que hacen su trabajo de estupendamente, y que dicen dónde, cómo y, sobre todo, cuánto van a pagar por las cosechas. Y mientras tanto, mucho bla-bla-bla, muchas reuniones, muchos discursos políticamente correctos y mucha incapacidad para cambiar el rumbo de una nave que boga irremediablemente a la deriva. ¿Tremendismo? No, señoras y señores, la putísima realidad.