El batacazo de la economía ha abierto un interesante debate sobre la necesidad (o no) de cambiar las bases de nuestro modelo productivo. El argumentario de los que están a favor (la inmensa mayoría) se basa en un apriorismo, convertido en axioma por pura reiteración, que viene a decir algo así como que ‘las crisis están llenas de oportunidades’. El siguiente paso es analizar bien en qué nos hemos equivocado y, acto seguido, ver qué camino debemos de coger para no tropezar dos veces con la misma piedra. Lo primero lo tenemos claro. Nos hemos volcado en exceso en la buena marcha del consumo interno, sustentado por unos tipos de interés bajos, y hemos confiado en demasía en la construcción, alentada por una fiebre inmobiliaria sólo justificable por razones culturales (por aquello de que todo quisque quiere ser propietario). En el caso de Jaén hay un tercer ítem que debe ser valorado: la excesiva dependencia de la producción olivarera (que no de la comercialización del aceite).
Bla, bla, bla. Decía Burke que ‘una gran parte de los males que atormentan al mundo deriva de las palabras’. De acuerdo, ya tenemos la teoría, pero ¿y la práctica? Para fomentar la sociedad del conocimiento, que es de lo que se trata, hacen falta algo más que buenas intenciones. Por mucho que fastidie al personal, las revoluciones modernas sólo tienen dos detonantes: que falte o que sobre el dinero. Se precisa inversión para propiciar la investigación, la implantación de nuevas tecnologías que incrementen la productividad, la mejora de los sistemas de gestión, la formación de los trabajadores y de los empresarios… Aunque bajo mi punto de vista, lo primero que debemos hacer es creérnoslo, que me da a mí que aquí todavía seguimos pensando en ladrillos, toneladas de aceitunas y campos de golf.
Un poquito de música para desengrasar