Fastidiados hay en todas partes. Nosotros hablamos de aquí, porque es la realidad que vivimos en el día a día y porque nos coge más cerca, pero cuando haces la maleta, te subes al tren y pones rumbo a ninguna parte, tardas poco en darte cuenta que la jodienda no conoce fronteras y que, desgraciadamente, la muy puta ha venido para quedarse. La semana pasada, por razones que no vienen al caso, estuve en Madrid. No sé si alguna vez se lo he dicho, pero esta ciudad me fascina. Tengo gratísimos recuerdos e intento escaparme cada vez que puedo, que desgraciadamente es poco. Siempre me esperan buenos amigos para tomar unos riojas por Malasaña o para pasear por el barrio de los Austrias viendo edificios, imaginando intrigas palaciegas o sentándome en cualquier banco de cualquier plaza para observar el paisanaje.
Y esto es exactamente lo que hice el miércoles mientras esperaba la llegada de mi compadre Álvaro: mirar a la gente. Entiendo que a las diez de la noche, con lluvia intermitente y con el termómetro por debajo de los diez grados tampoco hay demasiados motivos para reír. Quizá sí para llorar. Y ya les adelanto que, en efecto, no vi a nadie riendo, pero sí a alguien llorando. Era varón, tenía entre 45 y 50 años, iba trajeado pero sin corbata, con el portátil al hombro, cabizbajo. El hombre no llevaba prisa, lo que me permitió fijarme bien en su rostro. No sé si a ustedes les pasará, pero cuando te topas con alguien así, atribulado, yo siempre suelo fabular sobre los porqués. ¿Pelea con la parienta?, ¿algún fallecimiento?, ¿algún cabrón le ha pinchado las ruedas? Hipótesis. A cual más descabellada.
La imaginación no tiene límites. Pero en este caso me inclino por el berrinche laboral. Sea por estrés acumulado, sea por bajada de sueldo, sea porque ‘le han dado la carta’. Sí, la maldita carta. Ésa en la que gentilmente le agradecen los servicios prestados y su aportación a la misma empresa en la que ya, amigo, “usted no tiene hueco. Muchas gracias”. Y ahora ‘el varón de entre 45 y 50 años, trajeado pero sin corbata, portátil al hombro y cabizbajo’ llora en soledad mientras se pregunta “dónde cojones voy yo a mis cincuenta” y “cómo cojones explico que me han dado una patada en el mismísimo culo”. Eso es lo que pensé en ese momento y lo sigo pensando ahora. Y desde entonces no dejo de plantearme cuantos señores como éste me cruzo cada vez que regreso a casa y cuántos me seguiré cruzando mientras este país se hunde en la miseria.