Vivimos en un mundo ‘prèt-a-porter’. Casi todo lo que hacemos y decimos responde a pautas que nos imponen desde arriba. Y no me refiero a nuestro señor que está en los cielos, sino a los otros señores, los que están en la planta de arriba y cuyo único aliento es el dinero. Cuanto más uniformadas sean nuestras existencias más engordan sus cuentas corrientes. Esta estandarización de casi todo -incluso de la política- tiene una perniciosa incidencia en la forma más primaria de captar las sensaciones. Vemos grises, oímos coches, tocamos teclados, gustamos agrio y olemos a colonias de 20 euros del supermercado. Y lo terrible es que esta cruel dictadura de los estereotipos nos está privando de experimentar cosas maravillosas. Hoy quiero centrarme en la anulación del sentido del olfato. Cierro los ojos y mis ensoñaciones siempre aluden a olores. A pan recién horneado en la tahona, a rosas amarillas de terciopelo, a vida… Los aromas siempre han formado parte de nuestros recuerdos. Forman parte de lo que somos. Yo no entiendo ‘Platero y yo’ sin las esencias frescas de los pinares de Fuente Piña o sin los vahos de la tinta de aquel librito, editado por Austral, en que supe por primera vez del burrito Platero, “pequeño, peludo y suave; tan blando por fuera que se diría todo de algodón, que no lleva huesos”.
Hace unos años publiqué uno de esos reportajes que tanto se han puesto de moda ahora. Consiste en meterse en la piel de otro para narrar en primera persona las vivencias ajenas. Quedé con unos señores de la ONCE y les pedí que me enseñaran a valerme con los ojos tapados y con la sola guía de un bastón. El aprendizaje terminó con una prueba de fuego. Marcar un itinerario por las calles de Jaén y alcanzar entero la meta. Lo logré. Llegué al final tras cientos de traspiés, cuatro trompazos y arrollar a unos cuantos desventurados que tuvieron la mala fortuna de cruzarse en mi camino. La cuestión es que el transcurso del amaestramiento me explicaron un caso que he visto oportuno recuperar. El de un invidente que había desarrollado la destreza de moverse de un extremo a otro de la ciudad con la única orientación de su nariz. Sabía que estaba en El Pósito porque olía a bacalao. O en La Carrera por el café recién molido de La Pilarica. O en Eduardo Arroyo por el queso añejo de la Taberna Pepón. Me hablaron también del pesar de este buen hombre porque ahora aquellos efluvios ya no le llegaban con la misma intensidad que antes. Porque ahora las pestilencias de la basura y la polución pervertían lo que antaño eran verdaderos perfumes.
Por eso reivindico el prodigioso universo de emociones que implica abrir la ventana y no oler a mierdas, pipises de perros y tubos de escape. Quiero saber qué me evoca la pradera de margaritas que hay enfrente de casa, la tierra mojada de las tardes grises y las fragancias avainilladas de la fábrica de galletas cuando el viento sopla desde la Loma. Reivindico mi derecho a disfrutar con los bálsamos de la naturaleza, puros, contundentes, singulares. Como el hocico de Platero olisqueaba las florecillas “rosas, celestes y gualdas”. Y como aspiro a que algún día mis hijas recuerden su niñez en un Jaén auténtico y que olía sencillamente a Jaén.