Todo político tiene su corazoncito, y todos escorados a la izquierda por cuestiones físicas. Y lo pasan mu mal, mu mal, cuando los periodistas pendencieros les cojemos como epicentro de nuestras ínfulas y nos inventamos una andanada de noticias manipuladas. No pensamos en sus familias, en su maltrecha salud, zarandeada por tanta entrega al servicio público, que son personas, neng. Y seguimos a lo nuestro, con tal de ganar la portada del día siguiente, que ya no sirve ni para envolver pescado crudo, aunque sería bueno retomar esta costumbre porque la tinta puede matar las larvas de anisaquis.
Ya estoy harto de demagogia barata, de políticos llorones, de blandengues, de pelotas, de chantajistas que vienen a pedir tregua con bandera blanca y cuando te das la vuelta te clavan el mastil en las tripas.
¿Qué pasa con los periodistas? ¿A mí me tiene que sentar bien que el último protagonista se siente en rueda de prensa a desproticar y a poner mi profesionalidad por los suelos? ¿Yo tengo que reírme cuando a ellos se le caen las babas despreciándonos en la barra de un bar? ¿O cuando se hacen machitos e intentan cercenarnos? ¿Se supone que a mí me gusta que me engañen, que traspapelen documentos, que me hagan encerronas, que murmuren…? ¿Que digan que cobro del enemigo, que llego a pactos golpistas…?
Pues bien, efectivamente, me da igual, me la trae floja. Pero que no olviden quiénes a capa y espada defienden el corazón de sus compañeros de partido que han de medirse por el mismo acero.
Y ahora, por aclamación popular, volvemos a hablar de Armilla.