El 11-M me pilló enrolado en la caravana electoral de Teófila Martínez. La noche anterior había ido en caravana por las barras donde los que no somos políticos arreglamos el mundo. A las ocho de la mañana, desde el gabinete de prensa me llamaron para comunicar que todo se acababa. En esos momentos no se sabían los cadáveres que había bajo los hierros y los que seguíamos vivos ignorábamos que podíamos haber estado muertos.
En la jornada de reflexión, cuando mucha gente saltó a la calle porque le hervían los pies y la sangre, escuché una intervención de Mariano Rajoy en la radio que me dio miedo. Comprendí que algo iba a suceder.
Me gustan las manifestaciones, por lo que sea. Que en esta sociedad amuermada haya todavía personas que salgan a protestar, aunque ni lleve razón, es un hilo de esperanza; una prueba irrefutable de que aún no hemos perdido los ojos.
Por lo tanto, también estoy a favor de las manifestaciones de las víctimas del terrorismo, incluso en plena campaña. Ningún político es nadie para cuestionar el trasfondo de una protesta ni para poner cortapisas a gente que ya es mayorcita para dejarse utilizar como marionetas. Es de suponer que todo el que sale a la calle lo hace porque se lo pide el coco y el cuerpo.
Incluso comparto que Torres Hurtado y otros dirigentes del PP, los que pusieron el grito en el cielo cuando el personal se movilizó el 13 de marzo, vayan ahora a las manifestaciones de las víctimas en plena campaña.
A ver si se enteran de una puñetera vez que la gente puede hacer de su voto un sayo. Que todo el mundo es libre para saltar a la calle si le viene en gana. Los de derecha, los rojos, los cínicos y los hipócritas.