Hace unos días me desplacé en labores informativas hasta Villacarrillo, en plena comarca jienense de La Loma y Las Villas. Tenía curiosidad por conocer la almazara más grande del mundo. Les confieso que, camino de Ítaca, albergaba serias dudas respecto a la teórica magnificencia de aquella factoría. Pero, tras hora y cuarto de coche, pude comprobar que, en efecto, la intuición periodística no me había fallado. La realidad se correspondía con la literatura. Se trataba de la mayor fábrica de aceite de oliva jamás contada, un auténtico titán enclavado en medio de una extensión inabarcable de olivos. Torres de control, operarios que iban de un lado a otro en carritos autopropulsados, dieciocho atracaderos, decenas y decenas de tractores esperando turno para descargar… Impresionante.
Ya metidos en harina, y acompañado por Cristóbal Gallego, el presidente de la cooperativa Nuestra Señora del Pilar –que así se denomina esta sociedad-, pude visitar las entrañas del gigante, conocer su funcionamiento y, por último, observar el rito de la molienda. Como si se tratara del hontanar de un riachuelo, los decantadores no paraban de desembuchar litros y litros de zumo de aceituna, la savia de la economía de Jaén y de otros muchísimos municipios de la Andalucía blanca y verde. La última tecnología al servicio de una tradición milenaria y al servicio también de un sector que está pasando las de Caín por una devaluación de precios crónica –las pérdidas se cuentan ya por miles de millones, que se dice pronto-.
A la vuelta, con el buen sabor de boca que deja una provechosa jornada de trabajo, tuve tiempo para reflexionar y barruntar el reportaje que luego escribiría para el periódico. Descarté varios planteamientos, pero quería rescatar aquí y ahora uno de ellos. La injusticia que supone el acometer inversiones millonarias como ésta, un correlato en la esfera industrial del pastizal que se han dejado los aceituneros en acondicionar sus plantaciones, y las incertidumbres de un futuro que no entiende de líricas, ni de romanticismos, ni de ilusiones.
Desde luego, mientras los cosecheros se organizan en grupos empresariales suficientemente dimensionados, urge que alguien le ponga el cascabel al gato y llamar a capítulo a la gran distribución, que ejerce un cesarismo comercial que estará muy justificado en una economía de libre mercado, pero que tiene nula consideración hacia el que produce los alimentos y empeña en balde tanto tiempo, esfuerzo y dinero. Alguien tendrá que hacerlo por que si no, no tardaremos mucho en ver pueblos deshabitados, campos vacíos y rememorar escenas de un pasado que parecía olvidado.
P. D. Si desea ver el vídeo que hice sobre la almazara, pinche aquí.