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jorgepastor2000

Patadón y tentetieso

Mamá ¿por qué lloras?

“¿Qué te pasa?, ¿por qué lloras?”, preguntaba insistentemente la pequeña Marina a su mamá, Isabel, que se afanaba en enjugarse las lágrimas con el puño de la camisa. “Nada, hija, no pasa nada, acábate el desayuno que llegas tarde al cole”, le respondía con aparente serenidad. Marina, con apenas ocho años recién cumplidos, no lo entendía. No comprendía que, de dos semanas a esta parte, su madre, de normal alegre, gimoteara con tanta frecuencia. Unas veces lo hacía en el cuarto de baño, con el pestillo echado. Otras delante de la televisión. En ocasiones en plena calle. “¿Por qué estás tan triste?, le inquiría una y otra vez buscando explicación a tanta melancolía. La contestación siempre era la misma: “No te preocupes, pichona, cosas de mayores”. Marina, que había heredado de Isabel el talante jovial, fue perdiendo poco a poco la sonrisa. Dejó de jugar en el patio. Se despistaba con facilidad. Su rictus complaciente se tornó adusto. Y, al igual que Isabel, también sollozaba a escondidas. También sufría.

Hasta aquella noche de viernes. Marina, harta de tanta mentira, se ocultó con sigilo debajo del lecho de sus padres. Y aguardó a que se acostaran. Por si acaso. Para que nadie la echara en falta, acomodó la almohada cuidadosamente debajo del edredón, emulando su cuerpo. Lo había visto en aquella película de princesas que tanto le fascinaba. Pocos minutos después de que el reloj de péndulo marcara las once, Isabel y Alberto ya estaban el en cuarto. Se acabaron los pretextos, las excusas. Ahora tendría la oportunidad de enterarse de todo.

“Nada de nada, imposible convencerlo”, narraba Alberto malhumorado mientras se desanudaba la corbata. “He utilizado todos los argumentos, que si estoy a punto de encontrar trabajo, que si tú estabas fregando escaleras, que cómo podían echarnos de nuestra casa con una cría de ocho años y sin un puto techo en el que cobijarnos”, relataba Alberto mientras Isabel, manojo de nervios, no paraba de darle vueltas a una carta que había llegado aquella misma mañana. “Pues mira este certificado, es del juzgado; no he podido ni tocarlo”, espetó Isabel. Alberto se aproximó con templaza hasta su esposa. Abrió el sobre. Y comenzó a leer la misiva. “Hasta el martes, nos dan hasta el martes”. Isabel comenzó nuevamente a llorar. Alberto también. Un cuarto de hora después se hizo el silencio. Media hora después, la oscuridad. Mientras tanto Marina, agazapada, contenía la respiración para seguir pasando inadvertida. Esperó pacientemente a que sus progenitores durmieran. Reptando como una lagartija, ganó la puerta y volvió a la cama. Ya lo sabía todo. “Nos echan de nuestra casa”.

A la mañana siguiente la actividad en el hogar de Marina, Isabel y Alberto era frenética. Nada que ver con aquellas tranquilas caminatas sabatinas por el parque, ella, Marina, deslizándose graciosamente con los patines y ellos, los papás, observándola en la lejanía mientras paseaban con los brazos entrelazados. “Mami, por qué metes toda la ropa en cajas de cartón ¿es que nos vamos de viaje?”, interpeló Marina, consecuente con lo que estaba sucediendo. “No, Marina, es que vamos a hacer reformas y tenemos que irnos durante un tiempo”, replicó. “Ya verás qué bonito se va a quedar todo cuando regresemos”. Marina calló durante unos segundos, dudando entre terminar con aquella farsa o continuar fingiendo. Fue en ese momento, justo en ese momento, cuando Isabel se dio cuenta de que Marina era perfectamente consciente de la patraña. Jamás volvieron a hablar del asunto. No hizo falta.

Nota. Esta historia es fruto de mi imaginación. No lo es, sin embargo, la cruda y dolorosa realidad. Cada día tres familias de Jaén pierden su vivienda por la imposibilidad de hacer frente al pago de la hipoteca.

'El día que la mierda valga algo, los pobres nacerán sin culo' (García Márquez)

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