Yo admiro, de corazón, a las personas que todos los años veranean en el mismo sitio y en la misma fecha. Tienen suerte, pues coinciden con sus amigos de siempre. Pero algunas de esas criaturas sufren en silencio pues también conviven todo el tiempo con ese vecino repelente, que sabe de todo. Y ahora la moda es saber de vinos. Son personas despiertas, lo que no quiere decir inteligentes. Recuerdo que en una ocasión un conocido asistió a una de mis clases sobre los taninos de los vinos. Pasados los años me lo encontré en la barra de un restaurante en La Herradura. Y el ‘artista’, a modo de entablar conversación conmigo, se me acercó, interrumpiendo la tertulia y me espetó sin saludos previos: «¡Hombre, Pablo, te voy a explicar eso de los ‘tocianos’ del tinto!». Yo levanté la mano y le dije en su lengua castiza: «¡Para el carro, Fulanito, que esa clase te la di yo antes a ti, y no me jodas el aperitivo!». El veraneo tiene mucho placer y mucho riesgo. Lo peor en mi profesión es comer y beber en sitios públicos. La mayoría de la gente es muy cariñosa y te preguntan qué bebes y comes, por qué y cuánto cuesta cada cosa. Lo malo es el que arrima la silla y te da la comida con sus comentarios. Además de querer cerrar en ese momento día y hora para llevarte a su taberna preferida y enseñarte a beber un vino de verdad. Ya me lo dijo Saiz-Pardo: cuando saludes a un conocido en verano, no te pares. Pero si es amigo, disfrútalo y comparte las tertulias estivales.